El
futuro, normalmente, se entiende como aquello ubicado a la vuelta de la esquina
y capaz de sobrevenir en el tiempo pero nadie sabe exactamente qué es. Se puede
intuir, a partir de algunos datos, o inclusive pronosticar sobre la base de
mucha información y el comportamiento repetido de ciertos fenómenos. ¿Podemos
predecir el futuro de la sociedad mirando a nuestros niños, niñas y
adolescentes? Por supuesto, porque son ellos una especie origen y, al mismo
tiempo, fin último si queremos analizar algunas oportunidades.
La
sociedad boliviana está plagada de jóvenes, niños, niñas y adolescentes que
llegan a cuatro millones de personas. Somos uno de los países más jóvenes del
mundo y de América Latina. Por esto mismo, no se pueden postergar ninguno de
sus derechos, garantías y libertades ya que el Estado será capaz de reproducir
sus propias condiciones materiales si protege a sus recursos humanos en la
familia, escuela, espacios laborales de diversa índole y especialmente en las
calles donde la seguridad ciudadana debe evitar cualquier clase de vejámenes
para aquellos niños que trabajan.
Los
costos sociales de una serie de decisiones políticas aplicadas al desarrollo,
provocan resultados no deseados o contrarios a las ventajas que uno podría
imaginar. Cuando se aplica una política que muestra errores y reproduce la
desigualdad y la pobreza, son los niños, niñas y adolescentes quienes sufren
los principales golpes. Familias íntegras son forzadas a retirar a sus hijos de
la escuela o utilizar las aceras para que los niños y niñas trabajen todo el
día, destinando pocas horas al estudio y capacitación.
Como
sociedad, cuando tardamos mucho en abrir escenarios de oportunidades para los
niños, niñas y adolescentes en la educación, arte, deportes y recreación,
entonces se promueve una lenta agonía de las prioridades de un país. En
Bolivia, los niños, niñas y adolescentes deben ser el interés superior para el
Estado, pues solamente así estaremos mirando con responsabilidad el presente
que administra las necesidades inmediatas de las familias bolivianas, así como
el futuro que determina nuevos aportes de aquellos niños, niñas y adolescentes
cuando se conviertan en ciudadanos profesionales, más productivos y
reproductores de innovadoras opciones para la democracia y el progreso
material.
Si
Bolivia visualiza claramente a los niños como legítimos actores del desarrollo
económico, cultural, social y político, entonces se percibirá con mayor nitidez
que sus derechos, garantías, deberes y prioridades es el interés superior para
el Estado. Este principio tendrá correlación con otros postulados
internacionales pero, sin duda, será la mejor prueba de que el país está dando
plena cabida a los niños con el propósito fundamental de evitar que nuestra
sociedad pierda su futuro.
Sin
embargo, sucede una absurda contradicción. El Código del Niño, Niña y
Adolescentes, promulgado por el gobierno de Evo Morales el 17 de julio de 2014,
permite, de manera insólita, el trabajo infantil desde los diez años y ordena a
los empleadores a reconocer los derechos laborales desde los catorce. La nueva
ley que autoriza a los menores de diez años a realizar actividades laborales en
Bolivia incentiva el trabajo infantil hasta un punto de lenta autodestrucción,
especialmente en las áreas rurales donde el control del Estado es escaso.
Varias
instituciones como UNICEF y la Defensoría del Pueblo hicieron los esfuerzos
para evitar que se legalice el trabajo infantil en las condiciones que se
redactó la normativa, cuando éste era sometido a consultas institucionales.
Pero todo cayó en un saco roto e incomprensible cuando, abiertamente, el
trabajo infantil está sometido a miles de peligros. Si bien la realidad social
boliviana ha obligado a miles de niños a trabajar para apoyar a sus familias, ahora
con la ley, estas mismas familias tendrán un incentivo para enviar a sus hijos
al mercado laboral. Así, la sociedad va perdiendo su futuro en un abrir y
cerrar de ojos porque sus niños son empujados a los avatares de un mercado
laboral, tristemente desigual y lleno de explotación.
La
normativa establece que la jornada laboral para los pequeños trabajadores,
comprendidos entre catorce y diecisiete años, será de seis horas, de manera que
tengan tiempo para su formación. Una concesión que nunca se cumplirá en la
práctica. En el caso de los más pequeños (comprendidos entre los diez y trece
años), sólo podrán realizar labores con autorización de la Defensorías de la
Niñez y por “cuenta propia”. Esto también será inviable, sobre todo en aquellas
familias pobres y numerosas que clausurarán la permanencia en la escuela de sus
hijos, obligados, por las condiciones duras de sobrevivencia, a trabajar como
cualquier adulto.
Equiparar
los derechos de los niños con el mundo adulto trae consecuencias sociales y
psicológicas pues los jóvenes obreros saltarán etapas clave de su formación, corriendo
el riesgo de convertirse en una generación de adultos tempranos. En este marco
desolador, también es lamentable que se haya reducido la edad de imputabilidad
penal de los menores, de dieciséis a catorce años, sin haber establecido una
política pública que permita la prevención de la delincuencia juvenil y la
reducción de la pobreza.
Al
mismo tiempo, Bolivia ratificó un convenio de la Organización Internacional del
Trabajo (OIT) que fija la edad laboral mínima en catorce años, entre otras
normativas internacionales que, de todas formas, obligan a erradicar las peores formas de explotación, entre ellas la zafra y
la minería. Según la OIT, en América Latina y el Caribe existen 13 millones de
niños que forman parte del mercado laboral. En Bolivia sumaron 850.000 pequeños
trabajadores en el año 2008, una cifra que al ser actualizada, con seguridad mostrará
constantes incrementos.
El
gobierno boliviano de izquierda (2005-2017), contradictoriamente, se transformó
en un tipo de estructura política que, en los hechos, reforzó el fetichismo de la mercancía; es decir, impulsó
un tipo de economía capitalista postmoderna donde continúan desapareciendo las
relaciones sociales y predominan únicamente las cosas materiales, los productos
hechos por mano de obra infantil barata, el dinero, la ganancia, la avaricia y
la violencia desde muy temprana edad. En estas circunstancias, parece normal
que los niños trabajen cuando, en el fondo, el trabajo infantil es una
expresión de deshumanización donde es más importante trabajar cuanto antes y
como sea, antes que reconocer el valor de la educación y las formas de trabajo
intelectual para imaginar un futuro mejor en la sociedad de la información y
del conocimiento en el siglo XXI.
La
norma provocará una seria disyuntiva en las organizaciones internacionales,
porque el instrumento legal también establece algunas previsiones en materia de
protección y garantías en favor de la infancia como la facilitación de la
adopción. El nuevo código debió consignar mayores medidas de protección por
parte del Estado con el incremento de los bonos que promuevan la formación
escolar. De alguna forma debe garantizarse la existencia de recursos que el
gobierno entrega cada año a los estudiantes para respaldar su permanencia en
las escuelas.
Hasta
el momento, la aplicación del nuevo Código Niña, Niño, Adolescente ha sido
sutilmente cruel. Las alcaldías, responsables de las Defensorías de la Niñez, no
cuentan con los recursos humanos y técnicos suficientes para controlar los
altos niveles de expoliación infantil. La norma le va quitando a la sociedad su
único futuro: sus recursos humanos, abriendo el escenario para la reproducción
de nuevas formas de pobreza.
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