Introducción
Al
calor de la efervescencia ideológica de la Revolución Rusa de octubre de 1917,
nadie imaginó que las doctrinas marxistas y leninistas fueran a fracasar en
algún momento. Todo lo contrario, en algún momento se creyó firmemente en el
éxito indiscutible de las tesis de Carlos Marx que, supuestamente, habría
descubierto las leyes del desarrollo de la historia, identificando al mismo
tiempo las contradicciones más profundas del capitalismo que conducirían a su
inevitable desaparición (Hobsbawn, Historia del siglo
XX 2010) .
Cualquier
posición política en contra de la ideología del derrumbe capitalista y la
revolución acaudillada por el movimiento obrero era calificada de revisionista,
mentira o, simplemente, una traición al socialismo científico. Sin embargo, la
Revolución Rusa contradijo por completo las hipótesis sobre el salto violento
del capitalismo hacia el socialismo. La Rusia zarista representaba una economía
feudal que apenas estaba modernizándose a comienzos del siglo XX. Al estallar
la revolución se fundó un régimen dictatorial que, por decreto, obligó a
implementar una agenda comunista que quedó muy lejos de las ilusiones de Marx
sobre la eliminación de las clases sociales y la feliz llegada de una sociedad
verdaderamente libre de cualquier forma de opresión.
En
el siglo XXI, la Revolución Rusa dejó de ser un referente para guiar el
liderazgo de los partidos de izquierda en América Latina y muchas partes del
mundo. Al desaparecer la Unión Soviética en 1991, emergió una profunda
decepción histórica con todo lo que significó la construcción del socialismo y
las terribles consecuencias de la época de Josep Stalin que terminó por
corromper toda posibilidad de llevar a cabo un conjunto de transformaciones
legítimas, democráticas o, simplemente, más humanas. El estalinismo persiguió y
asesinó a millones de personas, sobre la base de la denominada “purga
ideológica y política”. Así, la Revolución Rusa traicionó muy temprano los
principios fundamentales del marxismo-leninismo, especialmente aquellos
relacionados con la utopía revolucionaria (Benajmín 1998) .
Ya
en el siglo XXI, el abandono de las utopías sigue expresándose de manera
fuerte. Derrumbado el Muro de Berlín en 1989 y desprestigiada la lucha por
defender al socialismo en un solo país, convirtió a la Unión Soviética en la
máxima expresión de las contradicciones del comunismo. En todo el mundo se
abandonó la lucha armada como estrategia para la toma del poder y en aquellos
casos donde algunos partidos de orientación ideológica izquierdista accedieron
al gobierno, terminaron por excluir cualquier horizonte comunista. En América
Latina, el llamado giro a la izquierda en los años 2000, fue únicamente un
movimiento hacia el lado antimarxista: el fatal pragmatismo para ganar
elecciones, conformar alianzas con sectores, inclusive de la derecha, atraer a
un electorado multi-clasista y, silenciosamente, diseñar estrategias que
destruirían por completo la vieja confianza en el hundimiento definitivo del
capitalismo.
El
revisionismo del marxismo fue, simultáneamente, una necesidad para comprender
la desaparición de la Unión Soviética y el fracaso del eurocomunismo en 1991,
así como el antídoto para reinsertarse en la política. Las posiciones de izquierda
marxistas, leninistas, maoístas y obreristas, dieron paso al nacimiento de los operadores políticos: líderes y
activistas que dejaron de creer en las utopías de transformación profunda de la
realidad social, afirmando más bien que la adaptación a la economía de mercado
y el uso de los recursos de poder, si se capturaba el control del Estado,
constituían el verdadero triunfo.
Llegar
al poder con el fin de aprovechar el aparato público, tener influencia y
riqueza, reemplazó a la utopía de la Revolución Rusa que, aparentemente, trató
de romper con la enajenación del capitalismo industrial. La izquierda sin
utopías, sin el referente del régimen soviético y sin ideología revolucionaria,
acabó por perder el control de sí misma y por desaprovechar sus posibilidades
de renovación hacia el futuro.
El
pragmatismo de la nueva izquierda latinoamericana está tenazmente influido por
la constante obsesión para convertirse en una fuerza electoral que invoque,
esta vez, al populismo, entendido como un discurso político cuyo propósito es
ganar votos a como dé lugar al hacer ver que se defienden los intereses de los
más necesitados, pero en función de un uso instrumental y manipulable de la
democracia.
Después
del Muro de Berlín y el fin de la Unión Soviética, la izquierda en América
Latina desmanteló todos sus movimientos armados y trató de orientarse hacia una
dirección que ya no alimentaba el espíritu de transgresión del capitalismo,
sino todo lo contrario: pasar por alto la ideología y romper con los sistemas
democráticos para permanecer en el poder en caso de conseguirlo. Esto es lo que
caracterizó al impulso populista, caudillista y antidemocrático de Hugo Chávez
(1954-2013) en Venezuela, Daniel Ortega en Nicaragua y la persistencia de Raúl
y Fidel Castro en la dictadura cubana.
La
utopía de izquierda perdió su marco de referencia, en la medida en que las
acciones políticas dejaron de identificarse con las convicciones que buscaban
superar el orden capitalista, olvidando por completo la imagen del reino de la
libertad, como había sido establecido por Marx. La Revolución Rusa, junto con
su increíble conversión hacia el establecimiento de la Unión Soviética como
potencia durante la Guerra Fría (1945-1991), se convirtió en un paradigma de
aquello que puede llegar a ser una ruta de cambios ambiguos, muy costosos en
vidas humanas y, finalmente, con resultados poco alentadores.
Este ensayo quiere debatir cómo y por qué la
Revolución Rusa está completamente agotada como modelo histórico de
transformación política y social. La otra cara de la medalla, curiosamente
coincidente, es el giro a la izquierda en América Latina que también tuvo
resultados decepcionantes, específicamente entre los años 2000-2016, debido a
que los regímenes como el de Hugo Chávez alentaron la idea de un socialismo
postmoderno que, en el fondo, crucificó las utopías revolucionarias, llevando a
cabo tretas jurídicas, intensa propaganda electoralista para plantear la
reelección presidencial indefinida y denunciando constantes complots del
imperialismo en contra de la izquierda del siglo XXI. La crisis estructural del
gobierno de Nicolás Maduro en Venezuela (2013-2017), entraña una reacción
violentamente represiva, antidemocrática y con altos costos humanos que desdibuja
las proposiciones más atractivas del marxismo, el socialismo y la justicia
social.
El
mandato de Chávez en Venezuela de 1999 a 2013 mostró claramente cómo se
reprodujo una cultura autoritaria que instaló en el poder a una élite militar
que nada tenía que ver con el pasado socialista, marxista o revolucionario que
dominó la historia desde 1917 hasta la destrucción del comunismo en Europa del
Este. La llamada revolución bolivariana de Chávez fue una extraña mezcla de
radicalismo discursivo y promesas de un mundo mejor, a partir de una visión de
gastos dispendiosos desde el Estado que desembocaron en un chantaje emocional
permanente. El giro a la izquierda vendió la idea del fracaso democrático del
sistema de partidos tradicionales de orientación liberal y centro-derecha, nutriéndose
de los resultados perversos que generaron las políticas de mercado entre 1989 y
los años 2000.
Sin
embargo, la izquierda de Daniel Ortega con el Frente Sandinista de Liberación
Nacional (FSLN) en Nicaragua, el mismo Partido de los Trabajadores (PT) de
Ignacio Lula da Silva en Brasil, Evo Morales en Bolivia y Rafael Correa en
Ecuador, solamente expresan que la toma del poder no fue capaz de sobrepasar
los horizontes del pensamiento tradicional. Difundieron el discurso del
socialismo del siglo XXI sin considerar que la transformación de las
condiciones existentes, dependían de una reinterpretación utópica de la
política revolucionaria y, probablemente, de un esfuerzo por revisar los
efectos perversos de la Revolución Rusa.
De
esta forma, el hecho de quebrar el orden existente quedó desplazado por el
predominio de un conjunto de acciones electoralistas de la nueva izquierda
(1991-2016) que ofrecieron implementar políticas sociales dentro de los cánones
del capitalismo financiero post-industrial. Reconocieron que el mundo social y
político era una realidad cerrada y definitiva sin necesidad de ninguna utopía.
Las ideologías marxistas e izquierdistas se contentaron con conocimientos y
propuestas asistencialistas, en gran medida dirigidas hacia el pasado: viejas
posiciones progresistas identificadas con los pobres (Jocelyn-Holt
2014) .
Hoy día, se valora únicamente la lucha electoral, explicando que es posible
combinar las políticas de ayuda a los necesitados, junto con políticas
económicas de corte liberal al interior del capitalismo globalizado.
Alcanzar
el poder, mantenerlo a toda costa y no estar convencida plenamente de la
consolidación de la democracia, en el siglo XXI condujo a la izquierda hacia
una parálisis, una conducta vertical, intolerante, autoritaria en la toma de
decisiones y proclive al olvido de un elemento esencial de la ideología de la
Revolución Rusa de 1917: pensar en aquello que todavía no ha llegado a ser por
medio de una utopía política que visualice los elementos de futuro auténtico.
Una clase de conciencia transformadora que dé cuenta de lo todavía no
consciente, de aquello que anticipe una nueva sociedad donde impere el reino de
la libertad sin dominación.
Hoy,
la izquierda privilegia a los operadores políticos con la capacidad para
alcanzar resultados inmediatistas. Se alimentaron pugnas entre facciones con el
fin de hacer plenamente justificable cualquier alianza como parte del realismo
político: maniobrar en el terreno que fuere, acrecentar el poder de dichos
operadores e imponer intereses sectarios a cualquier precio. Esto es lo que
desprestigió al PT en Brasil con el escándalo de corrupción en Petrobras que
alcanzó proporciones ciclópeas, involucrando a dirigentes de izquierda y
derecha.
En
varias ocasiones, los operadores políticos fueron saludados como el baluarte
más importante. Para ellos, el realismo político estaba antes que cualquier
acción racional dirigida hacia la toma de decisiones sobre bases técnicas,
estudiadas y a partir de una ideología coherente. Por lo tanto, la traición de
principios, el complot y la apostasía se incorporaron como instrumentos
normales en la agenda del fin justifica los medios. Son los operadores quienes
pretenden eternizar la entronización en el poder los caudillos de izquierda,
negándose a cualquier actitud democrática y anteponiendo la manipulación sobre
el diálogo o la aceptación tolerante del contrincante. Esta tendencia ya se vio
en la Revolución Rusa, donde la intensa violencia, el dogmatismo y la
intolerancia absolutista, elevó a la acción política hacia el escenario de la
toma del poder, despreciándose cualquier posibilidad de utopías humanitarias y
formas de cambio democrático.
El
giro a la izquierda nunca se preocupó por impulsar una nueva generación de
dirigentes demócratas. Para los operadores políticos no es necesario articular
un programa serio acercándose a diferentes grupos de la oposición y a sectores
intelectuales importantes. En la gestión legislativa, las fuerzas de izquierda
tampoco plantearon agendas ambiciosas y sus gestiones para conseguir
financiamiento internacional, dirigidas a muchos programas gubernamentales, son
un constante fracaso.
La
izquierda marxista nunca logró vencer el escepticismo que las clases medias,
los intelectuales demócratas y los científicos tienen sobre la inoperancia
gubernamental y las incoherencias de una izquierda que tiende a desechar la
racionalidad en la administración del Estado y su imprescindible reforma. Los
operadores jamás reconocieron los estímulos transformadores de las utopías
políticas, por ser identificadas con ilusiones nada realistas. En este ámbito,
la Revolución Rusa alentó el régimen de los soviets para quienes era posible
descartar el dinero, anular el mercado, planificar la economía y consolidar
otro tipo de modelo industrial de desarrollo. Sin embargo, todo fue una desilusión.
La economía soviética siempre fue ineficiente, hasta desaparecer como
alternativa viable para alcanzar el progreso.
¡Así
no más son las cosas!, reclaman los operadores de izquierda, muy lejos de la
Revolución Rusa y de los albores de la Unión Soviética. Lo cierto es que aquéllos
jamás estarán dispuestos a sacrificar sus privilegios y porciones de poder, en
beneficio de un nuevo trabajo ideológico y utopista. Tal vez estas limitaciones
son las que no pueden lograr que la izquierda pueda seguir comprometiéndose con
proyectos colectivos que demanden ceder espacios para reconocer los aportes
democráticos de todo tipo de adversarios.
Los
actuales operadores políticos de izquierda siempre estarán diseminando la
estrategia de tensión: intrigas, amenazas, prebendalismo, odios personales y
enajenación de las utopías. La práctica política en una sociedad democrática
reclama sensatez y una nueva moral, antes que el pragmatismo ciego esparcido
por los traidores de principios que terminaron aplastando la ingenua confianza
en el giro a la izquierda del siglo XXI. Por estos motivos, la Revolución Rusa
constituye un claro ejemplo de aquella imposibilidad de convertir la teoría
marxista en una escatología política o en profecías de auto-cumplimiento
inevitable para destruir el capitalismo. La teoría falló; no pudo adivinar el
futuro y tropezó con supuestos ideológicos que, de manera temprana, empezaron a
estropearse en octubre de 1917.
Los caminos de la modernidad: la Revolución Rusa en perspectiva
comparada
¿Qué
efectos genera una revolución y cómo se gesta? Sin lugar a la especulación,
sino más bien analizando con cuidado las grandes revoluciones épicas como la
francesa (1789), rusa (1917), inglesa del siglo XVII, o la guerra civil en
Estados Unidos (1861), el célebre sociólogo estadounidense Barrington Moore
Jr., nos permite refrescar nuestra comprensión de la actualidad cuando observa
que no es posible hablar de grandes transformaciones sin “grandes traumas
políticos” (Moore 1967) .
El
costo humano de toda revolución es cuantioso, aunque se supone que los
beneficios posteriores compensan cualquier horror. Pero esto no es así, puesto
que la Revolución Rusa trajo violencia, persecución sistemática y un rápido
giro cuando Stalin tomó el poder. Es sorprendentemente famosa su afirmación
durante al periodo de la “purga”, porque para él una muerte era claramente
trágica a los ojos de las masas ingenuas y el pueblo doliente. Sin embargo, 20
millones de muertos son únicamente estadísticas. Toda la violencia, los campos
de concentración y el Gulag soviético es lo que socavó la revolución casi desde
un comienzo (Arendt 2003) .
Asimismo,
los caminos abiertos por las revoluciones históricas en Europa para el
surgimiento del capitalismo, o un proceso de modernización acelerado como aquel
surgido en Rusia a partir de 1917, están totalmente cerrados. En su libro Los orígenes sociales de la dictadura y de
la democracia: el señor y el campesino en la formación del mundo moderno,
Moore afirma que la instauración del progreso moderno (el verdadero objetivo de
las revoluciones) viene con un alto y terrible costo humano. Todavía hoy es de
vital importancia comprender y explicar tres caminos de ingreso a la
modernidad: a) por medio de la democracia liberal; b) a través del fascismo; y
c) por la vía del comunismo. El costo de la modernidad, no necesariamente viene
con una democracia tranquila y pacífica, sino con demasiada violencia y la
desaparición de grandes segmentos campesinos que fueron sometidos por las
“clases altas”, como lo sucedido en los Estados Unidos, por ejemplo, durante la
guerra civil entre 1861 y 1865.
Durante
las transiciones hacia la modernidad y los cambios sociales o económicos, la
pregunta sobre los alcances de una revolución debe girar en torno a: ¿quiénes
aguantan el peso de las reformas revolucionarias y quiénes pagan un precio más
alto que otros? En los procesos revolucionarios, Moore muestra que hay siempre
una brecha entre la promesa revolucionaria y el posterior desempeño inhumano.
Lo que se ofrece como una gloriosa transformación, normalmente termina en una
tenebrosa realidad que posiciona a nuevas élites en el poder y genera
mutaciones económicas, siempre y cuando el costo humano también muestre enormes
sacrificios que no siempre mejora la condición de los más pobres, sino todo lo
contrario. Esto también caracteriza a la Revolución Rusa porque una vez que los
bolcheviques asumen el poder en 1917, se toma la decisión de prolongar la
guerra civil, no solamente para erradicar el zarismo, sino también para domesticar al pueblo, en función de un
nuevo modelo político: la dictadura
del proletariado.
Los
procesos de transición de un tipo de sociedad agraria y campesina hacia la
moderna e industrial, llevan patrones políticos que no tienen una explicación
lineal y determinista para comprender la democracia parlamentaria y los
orígenes del fascismo y la dictadura. En las diferentes fases de la revolución
inglesa (1642 a 1645 o las guerras civiles de 1648 a 1651), el factor central
es la relación complementaria entre una excesiva violencia y la instauración de
reformas pacíficas durante el paso del mundo tradicional al mundo moderno, o de
las sociedades agrarias hacia la nueva estructura industrial.
Luego
de la guerra civil inglesa del siglo XVII, el parlamento curiosamente se erigió
como una institución flexible, en el cual se podían concentrar las demandas
sociales para la solución pacífica de cualquier conflicto de intereses, sobre
aquellos fuertemente influenciados por intereses comerciales.
En
el caso de la revolución francesa de 1789, la nobleza no se debilitó
inmediatamente a favor de una nueva clase de propietarios terratenientes que
fortalecieran el comercio, sino que se alimentó a expensas de lo que podía
extraer de la gran masa de campesinos pobres. La nobleza francesa no pudo
adaptarse a las condiciones de la crisis económica y el retorno de la
centralidad estatal (el absolutismo), tampoco constituyó una alternativa de
control porque grandes porciones del área rural estaban en las manos del
campesinado.
Fue
la terrible división del trabajo, nacida después de la revolución francesa, lo
que motivó una discriminación secante entre la aristocracia y el campesinado.
Los costos de la modernización fueron tan grandes y atroces como aquellos que
se desgajan de los procesos revolucionarios en sí mismos, y tal vez mucho más
según Moore.
Los
revolucionarios y reaccionarios (contrarios a la revolución), representan, por
lo tanto, dos caras de la misma moneda: una dinámica del poder que se orienta
algunas veces hacia la transformación, planteando los ideales de una sociedad
mejor, o por medio del empuje histórico de procesos de modernización que
cambian las estructuras de un tipo de sociedad tradicional para abrir las
puertas del capitalismo industrial.
Ambos
procesos de administración y pugnas por el poder implican un costo humano
elevado. El liberalismo occidental y los deseos de una sociedad comunista
(especialmente en su versión soviética luego de la revolución bolchevique de
1917), constituyen ideologías obsoletas hoy en día, pero fueron doctrinas
exitosas que se convirtieron en la justificación que escondió diferentes formas
de represión.
El
imaginario principal de Vladimir Lenin en la Revolución Rusa, suponía que las
estructuras pre-capitalistas y feudales del zarismo, no eran ningún obstáculo
para impulsar el modelo marxista. Aunque el modo de producción capitalista no
se había implantado, el Partido Comunista era la única garantía de
transformación, primero porque introduciría la conciencia obrera desde afuera,
de forma vertical e impositiva, y segundo porque la dictadura del proletariado
obligaría a acelerar la construcción de un modelo de industrialización por la
fuerza. Stalin llevó hasta el extremo esta visión, transformando la revolución
en un nuevo tipo de totalitarismo.
Así
están presentes fuertes tendencias destructivas: por un lado, en el modelo
comunista la represión es ejercida en contra de su propia población desde la
dictadura de una oligarquía partidaria como la ejercida por el Partido
Comunista; mientras que por otro lado existe el modelo liberal de sociedad,
identificado también con la violencia de los regímenes fascistas de la Italia
de Benito Mussolini o la Alemania de Adolfo Hitler. La represión liberal se manifiesta
también “hacia afuera, hacia otros” por medio de las relaciones internacionales
imperialistas.
Las
fronteras entre la dictadura y la democracia son movibles porque fácilmente se
puede pasar de una hacia otra. El despotismo y la dictadura pueden ser también
tendencias latentes y manifiestas en los procesos que se consideran “lineales y
graduales” hacia la democracia. Toda revolución impone el orden del terror y
muestra con crudeza los altos costos del sueño por una sociedad mejor. Asimismo,
las ambigüedades de la democracia como un proceso pacífico, pueden desmoronarse
fácilmente hasta caer en el oprobio dictatorial. Las contradicciones
caracterizan al manejo del poder y, en consecuencia, la tergiversación es el
núcleo de toda oferta utópica que es defendida durante una revolución.
La
utopía revolucionaria de octubre 1917 perseguía, primero, la derrota del
régimen zarista, debido al estancamiento económico, sumado a la represión
constante que se resistía a encontrar soluciones democráticas. En segundo lugar,
las movilizaciones sociales fueron hábilmente canalizadas por el partido
bolchevique que, con Lenin a la cabeza, optaron por agudizar la guerra civil
hasta asesinar al conjunto de la familia real del Zar Nicolás II de Rusia.
En
su influyente ensayo El Estado y la
revolución, Lenin creyó que el marxismo no solamente iba a plasmarse en sus
profecías para alcanzar el comunismo, sino que pensó también en un Estado que debía
extinguirse como necesidad histórica (Lenin 1997) .
Sin embargo, Stalin y sus colaboradores convirtieron al Estado en un órgano tan
represivo y en una máquina programada tan absolutista para imponer el
totalitarismo, que las perspectivas marxistas terminaron en convertirse
solamente en un ideario intelectual sin conexión alguna con las utopías
transformadoras que iban a establecer el reino de la libertad.
Sucedió
lo contrario al imponerse la dictadura del proletariado como un proceso que fue
ahondado hasta instituir una organización social en la que no existía la
propiedad privada, ni la diferencia de clases, y en la que los medios de
producción pasaban a manos del Estado, quien iba a distribuir todo tipo de
bienes de manera equitativa y según las necesidades. El Partido Comunista de la
Unión Soviética debía ser el único activo para anular el mercado y destruir el
capitalismo en el mundo hasta conseguir el ingreso al comunismo. Dictadura y
revolución se dieron la mano para cerrar cualquier otra alternativa.
Otra
perspectiva fundamental proviene de Theda Skocpol, profesora de Harvard, quien
estudió las revoluciones en Francia, Rusia y China a partir de luces y
perspectivas nuevas. Por ejemplo, ¿por qué los impulsos
revolucionarios en situaciones de crisis estatal y movilización campesina
desembocan en determinados resultados particulares de la lucha de clases dentro
de ciertos países? ¿Cuáles son las construcciones estatales, qué tipo de
liderazgos revolucionarios aparecen y cuál es la interrelación entre la
dinámica interna y las influencias internacionales? (Skocpol 1978) .
El
objetivo de Skocpol en su libro States
and social revolutions. A comparative analysis of France, Russia, and China,
fue presentar un patrón social-revolucionario que explicara los grandes modelos
de revolución en la modernidad. Este propósito es cumplido con un éxito
impresionante, sobre todo por la erudición en el manejo de fuentes
bibliográficas y la visión cosmopolita que interpreta los hechos históricos.
Skocpol encuentra similitudes entre las revoluciones francesa y china donde los
terratenientes se rebelaron en contra de las monarquías, involucrando, además,
revueltas campesinas que terminaron construyendo regímenes con un nuevo Estado
centralizado y burocrático. Sin embargo, ni el absolutismo francés ni los
orígenes de una burocracia autoritaria en la China de 1911 abrieron el paso a
una modernidad más benigna o pacífica, sino que sembraron mayores
confrontaciones y presiones del ámbito internacional para transformar
radicalmente las estructuras sociales de ambos países.
Al
mismo tiempo, es importante evaluar y criticar los enfoques teóricos que intentan
explicar las revoluciones. Por ejemplo, aquellos análisis donde las protestas
políticas y los procesos de cambio social, solamente deberían haber ocurrido en
las sociedades liberal-democráticas o capitalistas. Esto no es así ya que las
sociedades agrarias como Rusia y China presentan una clara prueba del
nacimiento de revoluciones con estructuras pre-capitalistas, junto a una
movilización de masas que representaban las bases sociales del partido
comunista único. Marginando las posibilidades de fundar una democracia, la
Revolución Rusa dejó una huella indeleble en la transición del feudalismo hacia
la modernización industrial (1917-1945) y, posteriormente, hacia el genocidio
(1919-1938) para desembocar a una crisis estructural del modelo durante la
desaparición de la Unión Soviética en el periodo 1985-1991.
Por
otra parte, tampoco son completas las visiones marxistas más radicales donde la
revolución es un típico movimiento de reformas sociales ligado a la vanguardia
de la burguesía o el proletariado. Según Skocpol, ambos perfiles explicativos
no responden a las causas y los “resultados efectivamente logrados” por las
revoluciones en las sociedades predominantemente agrarias, caracterizadas por
gobiernos absolutistas y monárquicos con grandes bases campesinas. El perfil
metodológico escogido es la sociología histórica comparada que utiliza fuentes
secundarias, no para descubrir nuevos datos sobre los hechos estudiados, sino
para dibujar una explicación que muestre “regularidades causales” a lo largo de
tres casos históricos.
El
ingreso a la modernidad de las sociedades que sufrieron las cargas de la
revolución, muestra patrones de largo alcance cuya dinámica política y
económica está determinada por la combinación de dos coincidencias: primero, la
coincidencia entre el cambio social estructural y un levantamiento de clases;
segundo, la coincidencia entre transformación política y transformación social.
Por lo tanto, la modernidad se asume como la médula de cambios revolucionarios
con un ropaje ideológico capitalista o socialista. El resultado tiende a ser el
mismo: violencia, coerción y modernidad, entendida como la llegada de una
sociedad industrializada que destruye completamente al mundo rural agrario
campesino.
En
contraste, las “rebeliones o levantamientos”, a pesar de involucrar clases
sociales subordinadas, normalmente no terminan en la implantación de cambios
estructurales, ni son capaces de mirar hacia la modernidad en el largo plazo.
Una “revolución política” puede cambiar las estructuras del Estado, pero no
necesariamente las estructuras sociales, mientras que lo realmente único en las
“revoluciones sociales” es que los cambios básicos en las estructuras sociales
y políticas ocurren simultáneamente, reforzándose de manera mutua para terminar
en una modernidad plena. Esto sucede en medio de conflictos socio-políticos y
donde la lucha de clases juega un papel central. Skocpol utiliza de manera
magistral el aparato teórico marxista sin ortodoxias y combina los conceptos de
lucha de clases, relaciones sociales de producción y contradicciones de clase
al interior del Estado, junto con una interpretación personal abierta a las
visiones totalizadoras.
El
propósito epistemológico es comprender a las revoluciones que generan
modernidad como un “todo” que debe ser explicado en su entera complejidad. Las
revoluciones provienen de contextos históricos y macro-estructurales, pero
involucrando un cambio en las relaciones de clase. Al escoger los tres casos
paradigmáticos de revolución, Skocpol afirma de manera contundente que su
argumentación no podría ser generalizada más allá de la historia particular de
Francia, China y Rusia. Las teorías vigentes sobre las revoluciones, pueden
agruparse en: marxista, donde el modo de producción es el concepto central. La
revolución surge en el momento de una contradicción y ruptura irreversible
entre las fuerzas productivas y las relaciones sociales de producción que
corresponden históricamente a un determinado modo de producción. La lucha de
clases y la conciencia de clase revolucionaria llevarían la dinámica del
conflicto al nacimiento de un nuevo modo de producción.
Un
segundo marco de análisis son las teorías psicológicas que explican las
revoluciones por medio de las motivaciones psicológicas que la gente encuentra
para comprometerse con la violencia política o los movimientos contestatarios.
El tercer modelo de análisis sería la teoría de una ruptura en el consenso de
valores dentro del sistema social, lo cual da lugar a un conflicto político.
El
profundo análisis histórico que Skocpol realiza de los procesos
revolucionarios, hace hincapié en cómo la estructura rural y agraria de Francia
y China mostraba una vasta población campesina pobre, sometida a la exacción
impositiva de los propietarios comerciales, la clase alta terrateniente y la
nobleza (vinculada a la monarquía francesa en un caso, o a la tradición
imperial china en otro). Las contradicciones de clase surgieron cuando las
crisis económicas se ligaron, tanto a las influencias internacionales que
exigían una adaptación más intensa al capitalismo mundial, como a otra crisis política
de legitimidad donde la estructura estatal quedaba fuera de control, es decir,
sin que el rey o el emperador puedan tomar decisiones funcionales, ni controlar
al ejército para reprimir a los múltiples focos de sublevación que terminaron
destruyendo violentamente al conjunto del orden político y social.
La
Revolución en Rusia tuvo similares características con la diferencia de que la
nobleza propietaria de tierras y siervos, estuvo fuertemente sometida a las
autoridades monárquicas del régimen zarista, sin gozar de autonomía para
conformar una clase dominante capaz de desafiar el orden político en una
situación de crisis y actuar según sus intereses. Además, los intentos de
modernización desde arriba que inició Pedro el Grande, curiosamente una gran
novedad para occidentalizar y liderar cambios en Eurasia, no significaron una
ventaja para evitar la explosión revolucionaria de campesinos pobres.
Los
procesos de modernidad industrializada impuestos desde el Estado a finales del
siglo XIX no dieron los resultados esperados pues Rusia permaneció siendo un
país retrasado económicamente, militarmente y desde el punto de vista del
liderazgo, en relación con Estados Unidos, Alemania imperial e Inglaterra. La
industrialización solamente reforzó el absolutismo estatal que fue incapaz de
sostener su legitimidad política cuando la violencia estalló desde las bases
sociales de millones de campesinos pobres.
Los
conflictos de clase, según Skocpol, expresan una gran estratificación y
fragmentación de la propiedad rural, junto con bolsones de comercio muy
localizado en ciertas áreas prósperas pero que se convertían en obstáculos
estructurales y progresivos, evitando el cambio económico y determinando por
último la ruptura del equilibrio entre las fuerzas productivas (condiciones
materiales de la estructura económica en Francia, China y Rusia) y las
relaciones sociales (la lucha de clases que constituye el factor
revolucionario).
Algunos
paralelismos entre las revoluciones francesa y china señalan un enfrentamiento
irreconciliable entre los gobiernos autocráticos y las clases dominantes que
poseían cierto control territorial, económico, político y militar que aniquiló
los intentos de reforma autocrática desde arriba, instalando la resistencia
descentralizada en varios escenarios locales o promoviendo otro tipo de
arreglos político-institucionales que hacían insostenible la vieja estructura,
denominada proto-burocracias autocráticas.
¿Cuáles
son los “resultados de la revolución” después de ser destruidas las viejas estructuras
sociales y estatales? En realidad, las visiones marxistas románticas sobre la
desaparición del Estado o la instauración de una libertad plena e inédita,
rápidamente desaparecieron para converger en el retorno de Estados más
autoritarios que recurrían a la violencia una vez más, hasta reconstruir una
nueva red institucional de orden político post-revolucionario (Collier y
Levitsky 1997) .
Aquí, la combinación entre la revolución y la modernidad transmite un mensaje realista
y simultáneamente escéptico sobre la profundidad de las transformaciones
estructurales porque toda revolución –por lo menos en los casos de Francia,
Inglaterra, Estados Unidos, China y Rusia– edifica una nueva época
reproduciendo un sistema de dominación que la situación revolucionaria se
empeñaba en desbaratar. Ni plena libertad con democracia, ni el fin del Estado
y de la lucha de clases son los efectos claros de la modernidad revolucionaria
o industrial.
La resistencia a la modernidad sin revoluciones
En
la vida cotidiana de los campesinos pobres o las clases medias que no tienen
otra alternativa que vivir dentro y para la modernidad, simbólicamente hay
posibilidades para resistir las formas de opresión política. En este caso, el
concepto de “resistencia” está unido a las acciones colectivas organizadas,
guiadas por principios y sin conductas oportunistas ni egoístas; pero
probablemente no tiene consecuencias revolucionarias. La única luz al final del
túnel es una resistencia que niega, en lugar de aceptar, las bases de la
dominación y la modernidad.
Uno
de los instrumentos de la resistencia hoy día puede ser la “conciencia” que los
individuos tienen de sus actos, lo cual se expresa mediante símbolos, formas
ideológicas como valores y propósitos que la gente se plantea en la vida diaria
porque representan los factores de análisis para comprender el conflicto de
significados y valores que surgen en el mundo de los seres simples que habitan
en la modernidad (las grandes masas urbanas en las metrópolis centrales). Las
acciones de resistencia y los pensamientos sobre dicha resistencia se
encuentran en permanente diálogo.
La
experiencia directa que vive la resistencia con conciencia, es un conjunto de
condiciones históricas y materiales ya dadas. Este es el potencial de cambio
que debe ser dilucidado y mostrado por la investigación y la acción política.
Hay que hacer patente la conciencia de las relaciones de dominación, la
dialéctica de quiénes son los ganadores y quiénes los perdedores. El lenguaje, por
ejemplo, está asociado con la explotación pues en él la verdad es distorsionada
para servir a los intereses de la modernidad dominante.
A
pesar de la desigual distribución de recursos entre los poseedores y los
desposeídos, el conformismo con la estructura social debe ser “calculado” en la
vida diaria de aquellos que resisten y continúan reflexionando sobre su
situación. Si bien el camino de las revoluciones está cerrado, se abre el
sendero del escepticismo y una sutil resistencia material debajo de las
supuestas aguas tranquilas de la paz y la estructura formal de la modernidad de
consumo contemporánea.
La
cultura, la ideología y la capacidad de generar conocimiento, deben ser
entendidas como productos del conflicto y no como algo dado y preexistente. Los
valores dominantes son reinterpretados constantemente en la vida diaria de la
resistencia que también actúan para defender sus intereses por medio del
sabotaje al consumo, la huelga de brazos caídos, la crítica de la cultura
moderna, e inclusive los chismes maliciosos que se burlan de los más poderosos.
La
dinámica específica de las relaciones de dominación y el material simbólico que
proviene de ellas, puede ser completamente recreado y, sobre todo, manipulable.
Los resultados de la modernidad y las revoluciones históricas construyeron
nuevas relaciones de poder y estructuras de clase; hoy día es imposible superar
las condiciones materiales de desigualdad, pero, simultáneamente, la modernidad
nos otorga diferentes alternativas de resistencia que cuestionan la hegemonía
de las clases dominantes impugnando, en la vida diaria, la legitimidad del
poder (Hobsbawn, La era de la
revolución, 1789-1848 2009) .
La
conciencia cotidiana de resistencia y el cuestionamiento de las hegemonías de
clase en el mundo moderno, lamentablemente también tiene una lógica dual donde
lo “inevitable” se combina con el “pragmatismo” para convertir a la
subordinación en algo vivible y psicológicamente aceptable. Las rutas de la
revolución se cerraron con los ejemplos históricos mostrados por Theda Skocpol
y Barrington Moore pero los Estados
fallidos y la constante desigualdad en el mundo, sumada a la crisis
medioambiental que trajo el modelo industrial, son una prueba fehaciente de que
la modernidad nunca estuvo preparada para aplicar su modo de vida sofisticado a
las situaciones de anomia política y crisis violentas en democracia, que
afectan también al orden político de los países más poderosos como Estados
Unidos y aquellos de Europa occidental (Moore Jr. 1987) .
Conclusiones: la realidad más allá de la izquierda y
la derecha
A
un siglo después de la Revolución Rusa y a veintiocho años de la caída del Muro
de Berlín (1989-2017), también podemos observar que las principales diferencias
históricas entre la izquierda y la derecha, tienden a estar casi completamente
disueltas. Especialmente porque algunos patrones de comportamiento difundidos
por la democracia como cultura política, consiguieron compatibilizar diversas
ópticas, de manera que aquello defendido por la izquierda como equidad y
justicia social, también terminó por articularse con lo que la derecha
identificó en términos de progresismo: respeto de todos los derechos en la
Constitución y el reconocimiento de la participación de diferentes clases
sociales, grupos étnicos, e incluso la lucha de las mujeres para erradicar el
patriarcado.
Las
viejas polarizaciones dejaron de ser violentas e irreconciliables porque los
sistemas democráticos sugieren que el posicionamiento izquierda-derecha juega
un papel tolerante muy significativo, pues permite el reconocimiento y la
legitimación del desacuerdo político,
pero sin la pugna de modelos utópicos de sociedad y economía. Actualmente
pervive una identificación ideológica cuyo objetivo es delimitar algunas
aspiraciones y principios, sustentados en la necesidad de aportar visiones de
mundo siempre diferentes. Sin embargo, también ha ido desapareciendo todo
debate respecto a cómo pensar un proyecto revolucionario.
La
crítica en contra de la propiedad privada como el origen de cualquier
desigualdad y forma de explotación, también fue relativizándose o ablandándose
para convencer a los revolucionarios de izquierda que inclusive los obreros y
campesinos podían convertirse en pequeños propietarios con derechos de
ciudadanía, abiertos al goce del acceso al crédito y a los beneficios de algún
tipo de patrimonio para combatir la pobreza, al mismo tiempo que es posible
impulsar el crecimiento económico afincado en el camino hacia la propiedad para
las grandes mayorías.
En
los procesos electorales, tanto izquierda como derecha asumieron, por igual,
todas las demandas que provienen de los sectores privilegiados o de las élites,
comprendiendo la necesidad de combinar las demandas de la clase obrera, con la
de los jóvenes, las mujeres, las comunidades indígenas, etc. Cada uno de los
votos vale para llegar el poder o tener algún tipo de representación
parlamentaria. Esto es una norma evidente para cualquier partido o ideología en
elecciones democráticas.
La
posibilidad de tomar el poder no es, en el fondo, una ruta custodiada por las
fuerzas revolucionarias como si fueran ellas quienes representan la única
legitimidad. En realidad, la legitimidad de la izquierda y la derecha en el
siglo XXI está sujeta a la capacidad de interpelar e identificarse con la
“universalidad” de las demandas sociales, económicas, políticas y culturales.
La predestinación mesiánica del proletariado, que fue venerado en octubre de
1917 como el insuperable sujeto revolucionario que reemplazaría a la burguesía
y liberaría a la humanidad, hoy es una concepción totalmente vetusta porque son
ahora los intereses y la articulación de múltiples demandas democráticas, las
que definen la lucha política. Esta lógica para representar a una universalidad
de demandas deshace las diferencias entre izquierda y derecha.
En
la búsqueda del crecimiento económico, izquierda y derecha también se inclinan
por borrar sus diferencias. Nadie reivindica el sometimiento a una clase social
superior: el proletariado como sujeto histórico transformador, o el
empresariado como creador de empleos y dinamizador excepcional de la economía.
Los acontecimientos económicos requieren, tanto de la regulación de los mercados
por medio de un Estado con fuerte autoridad, como de una apertura en las
políticas comerciales hacia las estructuras insaturadas por la globalización.
Los sectores sociales empobrecidos podrían sentirse atraídos por los valores
del socialismo como una promesa de sociedad más justa, pero mientras asegure la
prosperidad material en términos de una economía productiva. El socialismo dejó
de ser una convicción donde la historia estaba condenada a que el capitalismo
desaparezca en medio de un destino catastrófico.
Un
tipo de socialismo sin el catastrofismo de la Guerra Fría y la lucha armada,
puede también integrarse con la esperanza de una sociedad democrática que
afirme plenas libertades y el funcionamiento de un Estado protector de
derechos. La libertad de elegir democráticamente qué gobierno será mejor, se
une al deseo de tener un orden social que provoque respeto por las leyes y
obtenga una emancipación, no de la explotación de clase, sino una emancipación
libre de pobreza y sin abusos por parte de las élites más poderosas y los grupos
privilegiados.
Los
valores de un régimen democrático que incorporó algunos fundamentos del
socialismo, atesoran la libertad, igualdad, comunidad, fraternidad, justicia
social y una sociedad sin discriminación de clases. Pero no es posible rechazar
la prosperidad del crecimiento económico ligado al capitalismo, porque una
parte del bienestar material se conecta con la búsqueda de una sociedad justa
que exija democracia para todos. Izquierda y derecha deben, necesariamente,
enfrentar y proponer políticas para una útil y efectiva distribución de la
riqueza.
La
izquierda, de cualquier manera, dejó de proponer diferentes formas absolutistas
de “pensar utópico”. Las utopías, no como una misión militar, sino como
imágenes de un mundo más magnánimo, sirven de mucho para impedir que toda
democracia caiga en una deshumanización. Las críticas de izquierda evitan que
las convicciones democráticas sean reducidas a estimular solamente la
participación electoral mediante el voto, oponiéndose así al progresismo como horizonte
instrumental de estabilidad y satisfacción con beneficios materialistas.
Democracia, izquierda y toda lucha por resguardar los derechos humanos, aceptan
la idea del socialismo, pero meditando en cómo lograr una nueva sociedad que
limite drásticamente las formas de dominación violenta.
En el siglo XX, el socialismo radicalizaba
su posición al creer que la dictadura del proletariado era la razón de ser de
un Estado autoritario. El radicalismo, a su vez, amplió sus pretensiones
políticas con las propuestas de lucha armada para destruir a la sociedad
burguesa occidental. El problema radicaba en la ausencia de una propuesta
económica alternativa a la del capitalismo industrial avanzado. Las
concepciones sobre la revolución armada, carecen de un planteamiento de
reconstrucción del orden político y económico para evitar el caos y, por lo
tanto, para preservar lo que significa el desarrollo: políticas públicas para
llevar adelante la salud, educación, empleo, protección del medio ambiente,
vivienda, comercio internacional, etc.
La
imagen del socialismo logró sobrevivir como una especie de contrapeso al
incremento de la desigualdad y las injusticias económicas que traen las
políticas de mercado. Es decir, en el siglo XXI todavía se podrían generar
procesos revolucionarios, ya no para la destrucción completa del viejo orden
capitalista, sino para fomentar un socialismo donde el Estado utilice políticas
públicas de protección social para los grupos más vulnerables, fomentando la
educación socialista que propugne la eliminación de todo tipo de desigualdades,
en la medida en que éstas generan una sociedad antidemocrática. De aquí
proviene la gran influencia de los regímenes democráticos que substituyeron a
los métodos violentos de revolución, presentando otros planteamientos que
incorporaron algunos valores socialistas, pero dentro del fortalecimiento de
los derechos ciudadanos y el reconocimiento de una economía productiva de corte
capitalista-competitivo.
La
concepción comunista que imperó en la desaparecida Unión Soviética desde
octubre de 1917, se enclaustró dentro de una economía autogestionaria y estuvo
distorsionada por la ideología que no le permitió generar competitividad,
exportar bienes y otorgar buenos servicios públicos. En una economía
planificada y centralizada, el Estado perdió la batalla al no mantener la
productividad ni la capacidad para generar nuevos espacios de producción donde
los obreros tengan claros beneficios de una vida mejor. Los experimentos
comunistas ligados a la ideología de izquierda, impulsaron un tipo de
igualitarismo social con carácter obligatorio y terminaron devorando las
estructuras del ideal socialista con la quiebra económica. Al no brindar un
modelo alternativo de productividad y economía, sucumbieron. Entretanto, los
procesos de democratización retoman los objetivos del crecimiento económico,
instando a la izquierda y la derecha a disipar sus diferencias con el fin de
adaptarse al mercado mundial.
El
viejo radicalismo comunista de alto contenido dogmático, entendió que la fase
última del capitalismo terminaría en la hecatombe de sus procesos productivos y
de todo el sistema financiero. La ideología de izquierda en el siglo XXI
abandonó toda tesis sustentada en criterios apocalípticos porque el
capitalismo, para desventura de las concepciones radicales, no se detuvo, sino
que evolucionó y se transformó constantemente. Hoy en día, las estructuras
financieras coadyuvan en la creación de utilidades económicas, junto a la
expansión de grandes empresas multinacionales que, a su vez, son un componente
fundamental en la balanza comercial de muchos países ricos y pobres. La
izquierda se ha contentado con proteger un Estado
de Bienestar que brinde servicios públicos baratos y posea la capacidad
para inducir algunas políticas de control que constituyen una especie de
analgésico en el termómetro de la regulación de los mercados internos.
Ante
esta situación, la esperanza del socialismo también se transformó y reorientó
sus esfuerzos hacia el juego de la democracia burguesa como método electoral
para llegar al gobierno. De esta forma, la democracia liberal está reconocida
como régimen político en casi todos los textos constitucionales del mundo. En
América Latina, por la influencia del enciclopedismo o racionalismo de la
revolución americana y francesa, impregnó los modos de gobernar y las
estructuras institucionales que también son de inspiración liberal hasta
nuestros días, posibilitando un tipo de comunicación entre el socialismo y la
democracia. Los conservadores,
liberales, derechistas e izquierdistas, en definitiva, llevaron adelante un
sistema político multipartidista que la misma democracia permitió corregir como
instrumento, dejando de lado la lucha armada, cuyo fracaso es autocríticamente
asumido por varias posturas socialistas, progresistas y nacionalistas.
Las
ideas socialistas también se han transformado como consecuencia de los
problemas medioambientales, el cambio climático y nuevos conflictos
internacionales de carácter étnico, religioso y otras formas del terrorismo que
dejaron atrás la interpretación de la historia en términos únicamente de la
lucha de clases (Hobsbawn, Cómo cambiar el mundo.
Marx y el marxismo 1840-2011 2011) . Asimismo, la
derecha aprendió que el liberalismo político está fuertemente atado a un tipo
de ciudadano con un alto sentido de responsabilidad, donde la regulación de los
mercados no es el único objetivo para la democracia, sino el robustecimiento de
un control moral que proteja a los más débiles dentro del sistema social,
económico y político.
El
mundo tiene una explosión de identidades políticas luego de la caía del Muro de
Berlín. La desaparición del socialismo en Europa del Este y la destrucción de
la Unión Soviética, no solamente expresan las formas en que la historia aplasta
cualquier ilusión política, sino que la democracia y los derechos de
participación, siguen siendo el mejor sucedáneo para cualquier fundamentalismo
o la búsqueda del perfeccionismo obligatorio en la sociedad y en el manejo del
poder.
En
el siglo XXI, las posiciones de izquierda y derecha conviven junto a la
economía capitalista, el potencial democrático de los movimientos sociales y el
hecho de abandonar los radicalismos utopistas. Ricos y pobres buscan el
mejoramiento de sus condiciones de vida, al mismo tiempo que los gobiernos
democráticos, prácticamente obligan a la izquierda y la derecha a reconocer que
la existencia humana tiene múltiples propósitos de emancipación, diferentes del
éxito material. El ejercicio ideológico de hoy parece impulsar una existencia
moral y el control de los propios deseos consumistas, por medio de la
moderación, la capacidad reflexiva, la compasión y el igualitarismo político
donde florezcan cuantos derechos y responsabilidades sean necesarios.
Toda
esperanza por alcanzar la paz, llena de alegría y deslumbra cualquier voluntad
para mirarnos una vez más como seres humanos. Ya lejos de la Revolución Rusa y
la gran cantidad de asesinatos del Gulag, podemos tranquilamente decir que es
mejor vivir en paz y en medio de una democracia imperfecta, que en medio de
movimientos revolucionarios que conducen a callejones sin salida (Solzhenitsyn
1998) .
Uno
al lado de los otros, respetándonos y dándonos siempre una oportunidad para
abrazarnos, saludarnos como amigos y pensar que podremos contar con alguien
cuando así lo necesitemos. La paz es un aire fresco de tranquilidad que nos
hace vivir plenamente y, por esto, los históricos acuerdos de paz firmados en
Colombia el 26 de septiembre de 2016 (que cierran cien años de movimientos
armadas al lado de la Revolución Rusa), no solamente pusieron fin a un largo
camino sangriento que duró cincuenta años, sino que actualmente obligan a
pensar en lo inútil, demasiado costoso y nihilista que resulta ser la organización
de grupos armados para tomar el poder.
Quizás
lo más relevante para evaluar un acuerdo de paz sea el análisis de los alcances
huecos que implica la lucha armada. ¿Cómo aprecian la paz aquellos que decían
jugarse todo con el fin de transformar el mundo? Resulta irónico, casi absurdo,
escuchar los aplausos de varios ex militantes de la izquierda marxista
revolucionaria que gritaban eufóricos para colocarse a favor de los acuerdos de
paz, cuando en sus épocas universitarias y adolescentes, se embriagaban con las
estrategias del foco guerrillero, obnubilados por la figura del Che que todavía
cuelga como una insignia o marca registrada en sus oficinas, supuestamente para
rendir culto a un héroe rebelde. El Che jamás habría apoyado la paz en
Colombia. Hoy día como ayer, aquellos que defendieron la lucha armada, jamás
pensaron en el costo humano y vacío al que conducen los experimentos de un
conflicto armado.
También
están aquellos hombres de convicciones débiles. Si el viento soplaba hacia la
izquierda y se podía ganar alguna ventajilla sin estar plenamente esclarecido
sobre mayores esfuerzos, aplaudían también la propuesta de impulsar la
revolución violenta, aunque se hubieran hundido en el pánico al ver un agota de
su propia sangre. ¿Qué pueden decir con argumentos claros, ideas sensatas y
conducta ética los revolucionarios de papel, a sus hijos en este siglo XXI
sobre el papel de la lucha armada? Quizás junto a unas cervezas, buena comida,
un cigarro y la tranquilidad del hogar, podrían expresar que “no valió la
pena”. Todo fue sólo pose o impulsividad irresponsable, pero con consecuencias
nefastas.
Desde
el entrenamiento militar, la disciplina corporal para aguantar una campaña
militar, hasta la necesaria transformación de la conciencia que se anime a
matar, asesinar e inmolarse por razones tácticas o ideológicas que liquiden al
enemigo, el tipo de persona que enaltece la lucha armada desapareció. Declarar
la guerra, sabiendo que todo engloba un sacrificio de dudosa recompensa
espiritual o ética, es una decisión poco útil. En algún momento, un conjunto de
recompensas materiales atrajo al grupo armado, pero no satisficieron el
aliciente inicial que, aparentemente, era el fundamento de la revolución: la
transformación social, económica, cultural y política que otorgue una verdadera
emancipación.
La
guerra es un campo de batalla donde se vive o muere. ¿Realmente un ser humano
que se precie de tal puede ver en las armas, la violencia y la sangre, una
ventana hacia diferentes formas de liberación? De ninguna manera. Las armas son
instrumentos de mal agüero cuando son utilizadas a tontas y a locas. Por lo
tanto, la guerra o revolución armada es un asunto tenebroso y da miedo pensar
que haya hombres y mujeres que puedan apoyarla sin reflexionar sobre el
sufrimiento, la muerte, la extorsión, las heridas del alma, los lisiados, la
venganza y, en fin, un abanico de sinsentidos que jamás justificarán el logro
de resultados positivos.
La
lucha armada degenerará en despropósitos, traición y hasta delincuencia,
haciendo añicos los principios y valores revolucionarios. Una de las grandes
lecciones de la Revolución Rusa es que el instinto de autodestrucción y
supervivencia en cualquier empeño violento, hará que predomine la fiereza. Por
último, desde América Latina, hoy sabemos que las Fuerzas Armadas
Revolucionarias de Colombia (FARC) financiaron su larga lucha utilizando fuentes
como el narcotráfico, el secuestro, los crímenes de lesa humanidad que
cometieron y, finalmente, se quedaron muy atrás de octubre de 1917 y lejos de
la revolución francesa. No tomaron el poder porque sencillamente no podrían
conducir un Estado donde se requiere una legitimidad popular que no descansa en
las armas (Catañeda 1993) .
Después
de cien años desde la revolución de octubre, en América Latina podemos afirmar
que los acuerdos de paz en Colombia enseñan que todo revolucionario es un ser lleno
de contradicciones muy difíciles de comprender que recorre un camino cargado de
sangre de inocentes, quienes tampoco fueron glorificados al buscar el comunismo.
Fueron sólo estadísticas. La Revolución Rusa degeneró
en miles de ficciones ideológicas, haciendo ver que la lucha armada puede
terminar en fracasos estrepitosos.
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Skocpol, Theda. States and Social
Revolutions: A Comparative Analysis of France, Russia, and China.
Cambridge: Cambridge University Press, 1978.
Solzhenitsyn, Alexandr. Archipiélago
Gulag, Tomo I. Madrid: Tusquets Editores, 1998.
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