En el sistema internacional, las horripilantes
historias de la guerra en Siria parecen reducir al ser humano a las condiciones
de una escabrosa animalidad donde las terribles contradicciones entre el Leviatán, el derecho internacional, la
lógica del poder hegemónico de las potencias neo-imperialistas y la inmoralidad
en la política maquiavélica, como una
forma de tomar decisiones para que el más fuerte imponga su dominación, elevan
la pregunta: ¿es inexistente la conciencia moral en el siglo XXI y en la
globalización?
Precisamente, cuando el hombre se ve confrontado con
diferentes actos de violencia, surge de inmediato la pregunta sobre cómo
explicar racionalmente una serie de excesos, reivindicando lo que se denomina
una conciencia moral e histórica. Asimismo, ésta se ha convertido en un objeto
de reflexión para cuestionar situaciones específicas como los grandes
genocidios y, sobre todo, las injusticias a lo largo de la historia donde un
elevado costo humano no podría justificar de ninguna manera las tragedias de
dos guerras mundiales en el siglo XX, ni mucho menos exculpar a varios
regímenes políticos que llevan al extremo una razón de Estado donde la
conciencia moral se desvanece.
El abuso del poder, la dominación desbocada que
sojuzga a los más débiles y la imposición ciega de una voluntad política
defensora del dolor profundo de miles, plantea nuevamente en qué condiciones se
encuentra nuestra conciencia sobre el bien y el mal. Actualmente, las fuerzas
del mercado, la publicidad y la modernidad del placer inagotable, transmiten de
manera permanente distintos mensajes donde fácilmente se transmutan las
fronteras que van de la maldad a la benevolencia y viceversa.
¿Cuál es la genealogía de la conciencia moral que
cuestiona el maquiavelismo pero retoma una orientación realista como ejercicio
del poder a cargo de los más fuertes? El filósofo alemán de la desconfianza
permanente, Friedrich Nietzsche, apunta respuestas que hasta el día de hoy
promueven el debate. Las críticas se concentran en establecer la “verdad” sobre
la psicología del cristianismo que predomina en nuestra cultura occidental.
Nietzsche considera al cristianismo como la fuente del resentimiento donde se
transfiguraron los valores en torno al bien y el mal. Así, este filósofo confronta
la moral de los nobles o los más fuertes, versus la moral de los esclavos y
débiles.
Desde este punto de vista, el ideal del bien estaría
identificado con la voluntad de los poderosos y su comportamiento en la
sociedad. Sus aspiraciones, acciones, pulsiones de conquista y ejercicio pleno
del poder demostrarían claramente la energía vital del bien, de aquella
vocación excelsa que va elevándose sin restricciones por encima de los
prejuicios calculados que pretenden destruir la voluntad creadora del poder[1].
En la medida en que los esclavos se encontraron
imposibilitados de enfrentar a los señores poderosos, recurrieron al desarrollo
de un espíritu alternativo construido alrededor del resentimiento, generando
los valores del anti-egoísmo, las bienaventuranzas y el sacrificio relacionado
con el amor al prójimo que condena la conducta malvada de los señores con
poder. Los débiles encontraron un mecanismo de defensa atacando los valores
nobles para actuar con un espíritu de cuerpo; es decir, asociarse y sancionar
los valores de las mayorías donde se ensalce el bien, entendido como el rechazo
a la voluntad de poder para posteriormente asumir otro mundo donde la bondad,
el dolor, y la auto-negación de uno mismo se transformen en un conjunto de
virtudes.
Nietzsche analiza precisamente la psicología de la conciencia
que no es la voz de Dios en el hombre, sino todo lo contrario, “(…) el instinto
de crueldad, que revierta hacia atrás cuando ya no puede seguir desahogándose
hacia afuera”. La voluntad de poder es una energía humana vital, llena de
ánimos fundacionales y capaces de impulsar en el hombre las fuerzas esenciales
que liberen su espíritu de creación en diferentes dimensiones. En los nobles,
esta energía vital se manifestaría por medio de la violencia, la cacería
sanguinaria y la destrucción de los más débiles que, en un momento de la
historia era considerado como algo natural.
Posteriormente, el espíritu humano dudaría de sus
energías vitales, reprimiendo las posibilidades de exteriorizar su voluntad
creadora y generando una conciencia de
los límites, de la culpa y finalmente, del bien donde las fuerzas de la
voluntad de poder se circunscribieron a un interior encarcelado, que con la
ayuda de la religión y el juicio sacerdotal, terminaron por desarrollar la
conciencia moral como ahora la conocemos: escrúpulos de la conducta,
restricciones, represiones, renuncias y una domesticación funcional a la
sociedad de masas.
La moral de los nobles y la posibilidad de entender el
bien a través de sus conductas imponentes en las cuales triunfe su voluntad de
hierro, fue vencida finalmente por la moral de los esclavos. La lucha entre
estos dos horizontes morales tuvo el objetivo de ejecutar una trans-valoración
de todos los valores. Esto significó ir más allá, avanzar por encima y
atravesar la moral de los nobles para dar paso al nacimiento de la conciencia
como deuda, culpa y miedo ante los desbordes de la voluntad de poder ejercitada
por los nobles.
Al mismo tiempo, los sacerdotes inventaron un “otro
mundo” como remedio suplementario a la moral de los poderosos. Sin embargo,
según Nietzsche, este remedio fue peor que la enfermedad porque un más allá del
bien como ideal de perfección, facilitó la invención de la religión y una
metafísica hostiles a los sentidos. Así aparece el ideal ascético como una
figura sacerdotal pero decadente y nociva para el establecimiento del
superhombre: aquel ser donde debe expresarse una vez más el dinamismo de la
voluntad del poder.
La genealogía de la moral señala de qué manera el
resentimiento se convierte en la fuente de los valores del bien. Dicha fuente
es sólo la sed de venganza del sacerdote. El fin último es abandonar las
cualidades naturales que existían en un principio histórico, época en la que el
hombre fuerte y poderoso constituía lo bueno, mientras que las peculiaridades del
hombre simple representaban lo malo. La trans-valoración fue la organización de
la venganza para llamar malvado a lo bueno, al poderoso y lleno de vida. La
bondad de la debilidad y la impotencia fue trasladada hacia una supuesta
nobleza del hombre de estratos bajos, indigente y enfermo.
En consecuencia, la trans-valoración fue una auténtica
rebelión de los esclavos en la moral y el cristianismo surgió como la religión
del odio más profundo contra los buenos, nobles y fuertes al condenar valores
como el egoísmo y la autodeterminación para imponer las decisiones que podrían
llevar a humillar a los más débiles. El cristianismo logra que a lo largo de la
historia de la moral se haya derrotado a los nobles, venciendo los plebeyos.
Estas visiones sobre la ambigüedad de la conducta
moral, llevan también a mostrar las posiciones anti-políticas de Nietzsche que
se expresan por medio de una crítica a la democracia, puesto que la moral
religiosa se adhiere a una estrategia de defensa de los más débiles para
resistir al embate de las élites. Hoy podríamos decir que la sociedad de masas
y del consumo a escala global han destruido los sueños del superhombre que
imaginó Nietzsche. El resentimiento que defiende la moral del bien, emparentado
con los de “abajo” y el espíritu de amor al prójimo que reclama una virtud al
margen del personalismo y la audacia para satisfacer el interés propio,
representa ahora un conformismo democrático, mientras pueda accederse a las
mercancías de consumo, al voto universal y a la era de la confusión gracias a
los medios de comunicación y la propaganda. La rebelión de los esclavos tiene
una expresión moderna en la defensa de los valores de igualdad y logro de los
servicios básicos, bienes de supervivencia y un conjunto de creencias
religiosas que siempre cuestionan los privilegios de las élites y de los más
fuertes en la sociedad democrática.
En este caso, la envidia no sería otra cosa que una actitud despreciable de los
débiles, cuyo fondo es un rencoroso deseo para arrancarle más derechos a los
poderosos. La moral de los débiles en los argumentos de Nietzsche busca el
reconocimiento al mérito, pero ligado a los valores como la bondad y el sentido
de sacrificio para compartir. Como el ácido que carcome las superficies blandas
e irrita la piel más fina, el envidioso de Nietzsche intenta menospreciar los
esfuerzos ajenos de la voluntad productiva del más fuerte, a fuerza de
resentimiento. Reclama el mérito y otros criterios relacionados con derechos y
oportunidades, sin haber demostrado en ningún momento que la moral de los
fuertes esté equivocada.
El imperio de los celos
arrastra a cualquier ser humano hacia la aceptación de la moral de los
esclavos, al extremo de provocar la insidia. Las clases bajas, y en general el
conjunto de las masas, quieren constantemente ser consideradas víctimas,
despuntando la política de la envidia como una especie de rencor para usurpar a
los nobles aquello que las masas no pueden tener por su propio esfuerzo. El
objetivo es lograr el fracaso de las élites, de los competidores o individuos
que van más allá de la conciencia moral.
Para Nietzsche, es más fácil
hacer escarnio de los poderosos con tal de evitar que los más capaces y los más
aptos puedan obtener soluciones por medio de un juego de dominación en la
sociedad que siempre será desigual. Nietzsche se refiere al pathos de la distancia para expresar su
gran escepticismo respecto a la posibilidad de lograr alguna vez una
equiparación o acercamiento moral entre los nobles y los esclavos. Según
Nietzsche, siempre seremos desiguales porque los valores respecto al bien y el
mal refuerzan constantemente una distancia insalvable entre los seres humanos.
Estas ideas, sin duda llevan
a ciertos extremos la valoración que se tiene de los poderosos y de la energía
vital, que para Nietzsche representaba las grandes posibilidades del
superhombre. Esta idea nietzscheana, relaciona muy bien algunos postulados del realismo con las aspiraciones del superhombre. Hoy día, no solamente es
fundamental cuestionar todo tipo de represiones –abiertas o soterradas– en las
sociedades libres y totalitarias, sino también dejar de pensar que la vida es
una especie de “guerra latente” o de competencias frenéticas por más dinero,
prestigio, influencia, placeres, etc. Hoy, como en otras épocas, también es
posible edificar un sentimiento válido alrededor de la solidaridad porque la
vida humana no está hecha únicamente para someterse a las relaciones de poder.
Una relectura de Nietzsche, de todas maneras, reactualiza varias dudas: ¿hasta
dónde es posible abandonar la conciencia moral para privilegiar nuestra
autonomía individual y plena autodeterminación? ¿Debemos aprender y enseñar, a
los niños o jóvenes en las escuelas, un horizonte de valores para que
desarrollen sus instintos más creativos pero, al mismo tiempo, más destructivos
y agresivos?[2]
La discusión está planteada porque Nietzsche no siempre tiene la razón, aunque un
aspecto que él mostró sin temor, fue cómo la conciencia moral es capaz de
exacerbar los sentimientos de culpa. Entonces, es aquí cuando los seres humanos
no aprecian los valores, ni tampoco tienen la capacidad para discernir qué es
lo más conveniente. En Nietzsche, el sentimiento de culpa impulsado por el
cristianismo, sirve para fundar una injusta auto-flagelación. En realidad, toda
pesadilla que trata de hacer sentir culpables y pecaminosos a los seres
humanos, no hace sino romper con las libertades para, sutilmente, edificar
controles, sanciones y penalidades que son, tanto el fin de las democracias
como de cualquier individualidad libre.
Nietzsche podría ser
tranquilamente otra vertiente teórica del realismo,
debido a que hace una relación muy importante entre la genealogía de la moral y
el conflicto entre la moral de los esclavos versus la moral de los señores, así
como establece una tensión entre el resentimiento y la culpabilidad estimulada
por la religiosidad del cristianismo. Simultáneamente, sugiere que la
trans-valoración de los valores no habría tenido lugar sin un enfrentamiento
entre los resentidos –identificados con los mediocres– y los espíritus que
encarnan al superhombre, cuyas fuerzas agresivas se apartan de la conciencia
moral de los débiles. La guerra entre los superhombres y mediocres no siempre
termina en una concertación entre ambos tipos de moral y conciencias (la del
superhombre y la del sentido de culpa).
Los débiles elaboran una
estructura de valores gracias a la religión edificando, según Nietzsche,
simples mentiras. Quienes aceptan la religión, sobre todo el cristianismo y las
enseñanzas de los Evangelios, solamente envidian a los fuertes. Las masas y el
común de individuos prejuiciosos carecen de la valentía para ir más allá de la
conciencia moral. Los verdaderos traidores para Nietzsche, son aquellos que,
por la espalda, difunden cobardemente todo tipo de infamias para echar a la
basura el impulso liberador de la voluntad de poder. La envidia se convierte,
de esta manera, en el sentimiento más irresponsable de aquellos que se ven
aplastados por la sombra de grandes obras o personajes.
Es más, la envidia de los
fuertes es una obsesión para estar pendiente de sus victorias y éxitos
contundentes, desvalorando la propia personalidad y sometiéndola a la
esclavitud de los valores de la renuncia y la autoflagelación. Mientras que los
instintos primigenios del ser humano podrían conducir a la realización de
hazañas y a establecer actos de dominación. Los débiles atacan a dichos
instintos para despreciarlos y tenerles miedo porque nos llevarían a una
especie de auto-destrucción.
En Nietzsche, la
trans-valoración opera también por medio de la memoria y el demoledor
sentimiento de culpa. “Al sentimiento de poder disponer del futuro, el hombre
lo llama memoria”, afirma el filósofo
alemán porque las lecciones aprendidas deben ser transmitidas desde la moral
para ser siempre recordadas. Si bien el fin es tratar de disciplinar a los
seres humanos sometidos a las normas sociales, las lecciones aprendidas se
transforman en dolor y represión para dejarse vencer por las imposiciones y
reglas de la sociedad, la autoridad y la fuerza de las mayorías en la
democracia. Al mismo tiempo, el olvido es un dolor latente que solamente
favorece al auto-control y la auto-anulación del instinto vital de la voluntad
de poder. El sentimiento de mala conciencia proviene del sentimiento de culpa
que en el fondo se originó como si fuera una deuda.
La envidia junto con el
sentimiento de mala conciencia, son una amenaza para la sociedad cuando se
expanden como el veneno de los mediocres que solamente quieren satisfacer sus
intereses personales, aunque sin llegar a conquistar la altivez moral de los señores. Las clases bajas, al ver que alguna
situación no las favorece o al reconocer que tienen baja calidad como personas
y funcionarios, sacan el cuchillo de la venganza para destruirlo todo, antes que
ver felices a aquellos que cultivan la fuerza de sus instintos creadores y a
los verdaderos líderes.
Al retomar los argumentos de
Nietzsche, es muy posible que la lucha entre los superhombres y la envidia de
los mediocres, constituya una oportunidad para develar los esfuerzos que hacen
las sociedades para lograr un equilibrio transitorio y momentáneo. Al mismo
tiempo, la improductividad de la moral cristiana que reivindica la igualdad, la
pobreza y la lógica de dar la otra mejilla, chocará siempre con la meritocracia
y el honor liderado por los más fuertes y los más capaces. Esto hará que sea
muy difícil establecer un equilibrio democrático y racional para alcanzar,
eficazmente, el desarrollo de una sociedad democrática y pacífica sin ningún
tipo de costos. Será muy costoso lograr la altura moral del superhombre y
también demasiado costoso tener la posibilidad de construir una moral
igualitaria y justiciera al estilo de las enseñanzas del cristianismo. El único
antídoto para rehacer los valores radicaría en el combate a cualquier forma de
mala conciencia que se expande en la colectividad gracias a los prejuicios
religiosos y las falsas lecciones de los sacerdotes, muchos de los cuales
explotan la memoria colectiva como estrategia para intimidar y reproducir el
sentido de culpabilidad.
Las estrategias del
envidioso representan una coartada para no superar sus propias limitaciones o
para rechazar la posibilidad de abrirse hacia nuevos rumbos. Tal como lo ha
explicado Nietzsche, los mediocres no son del todo tontos. Dándose cuenta de
sus debilidades y envidiando a los hombres meritorios, son lo suficientemente
astutos como para ascender, solamente poniendo en práctica la confabulación en
contra de los otros mediante la trans-valoración. En este caso, la mentira
sobre la buena consciencia busca desprestigiar al individuo talentoso
minusvalorando sus acciones porque, además, es un pretexto fácil para convertir
al envidioso en un personaje sin el más mínimo esfuerzo por cualificarse y
competir en una arena donde haya que demostrar hasta dónde uno puede salir
adelante, por medio de sus aptitudes personales y el ejercicio de la voluntad
de poder.
El ataque de Nietzsche
apunta también hacia el concepto de Dios porque en él tendrían su origen los
sentimientos de culpa y deuda. Para los creyentes religiosos, cuanto más grande
sea el sacrificio, más omnipotentes se vuelven los dioses. La opción por el
ascetismo, por ejemplo, es visto como una compensación impotente, debido a que
el asceta es incapaz de acceder a los placeres y a las dimensiones abiertas por
la voluntad de poder. Para Nietzsche, el ascetismo es una táctica de crueldad
contra uno mismo primero, y luego el ejercicio de la crueldad contra los demás.
En palabras de Nietzsche,
“¿cómo valoran los ascetas y sacerdotes a la realidad? Por medio de la negación
de ésta”, una contradicción o auto-contradicción. Aquí surge la
trans-valoración de las verdades. La realidad es inventada porque se llama
verdadero al mundo del ascetismo, cuando es un mundo inexistente, totalmente
inventado para cerrar las puertas al superhombre y sus instintos creadores sin
ningún cargo de conciencia.
El ascetismo ofrece una
verdad y la revelación del ser donde está excluida la razón que, supuestamente,
no puede comprender otras formas de supuesta perfección trascendental. El
ascetismo es ofrecido a los enfermos del espíritu y a los débiles como opción
para enfrentar el dolor. Por lo tanto, los sacerdotes se erigen como médicos
que estarían envenenando las heridas de los enfermos al curarlas. La religión,
el ascetismo como conducta contradictoria que niega la realidad y la deuda como
cargos de culpabilidad, se transforman en verdaderos procesos de iatrogenia
espiritual. La iatrogenia es toda enfermedad que proviene de la cura o de la
misma intervención terapéutica. En este caso, Nietzsche considera a la religión
y la trans-valoración que ejerce la moral de los esclavos como un intento por
curar a los espíritus enfermos, aunque logrando un resultado totalmente
contrario: enfermar más a la gente, distorsionar la realidad y, finalmente,
reprimir lo más valioso: la voluntad de poder.
El temor del asceta y la
enfermedad de los doloridos por su propia conciencia, termina mostrando un
grupo de personas aptas para la domesticación de sus voluntades. El temor de
los mediocres y débiles, para Nietzsche, los priva de aprender de los otros más
superiores. La competencia es entendida como una ofensa personal donde los
méritos, habilidades y logros objetivos son vistos como agresiones para quitar
los valores y las virtudes del bien que cultiva el mediocre. Así se apela a un
falso sentimentalismo donde los envidiosos y los débiles, recurren a la
religión para menoscabar las consecuciones del talentoso, bajo el pretexto de
una familia pobre, numerosa o algún problema personal que enaltece el
sufrimiento y sacrificio en pro de un Dios redentor. El resultado inmediato, en
opinión de Nietzsche, es el bloqueo de toda predisposición para aprender de las
contribuciones que ofrecen los más fuertes y verdaderos cultores de las grandes
obras humanas.
La iatrogenia religiosa –que
significa curar el espíritu con el bálsamo de los valores sobre el bien– junto
con el avance de la sociedad de masas, ha terminado por combatir a la filosofía
nietzscheana hoy por hoy. Los valores de la solidaridad, al margen de la idea
del superhombre propuesta por Nietzsche, lograron metas y objetivos
importantes. Si bien la sociedad es un contrato asfixiante de traiciones,
hipocresías y desigualdades disimuladas, tampoco es posible negar que en cierta
medida la democracia y las libertades políticas intenten preparar el terreno,
tanto para el desarrollo de un consciencia con energía vital que demandaba
Nietzsche, así como para el impulso de lazos más humanos donde los poderosos
eviten la humillación de los débiles, que por razones humanas reclaman también
su propio lugar en el mundo.
La genealogía de la moral reintroduce una
preocupación, en cierto modo, socrática, cuando Nietzsche afirma que “nosotros
los que conocemos somos desconocidos para nosotros, nosotros mismos somos
desconocidos para nosotros mismos”. La posibilidad de un conocimiento interior
se conecta inmediatamente con toda escala de valores vigente en una sociedad
determinada, es decir, con la carga histórica de aquello que se considera bueno o malo, y luego sirve para juzgar nuestras intenciones, estimular o
limitar nuestras voluntades donde, finalmente, descansa aquel concepto que
hemos construido sobre nosotros mismos como un destino bueno-malo,
satisfactorio-insatisfactorio, feliz o infeliz. El conocimiento de la ruta
interior reclamado por Nietzsche, debe convertirse en una profunda discusión
sobre la moralidad del presente y la crítica implacable en torno a los mitos y
temores transmitidos por el pasado[3].
Asimismo, el desconocimiento interior haría que
sucumbamos ante las trampas del complejo de culpa, dando paso al funcionamiento
de un conjunto de mecanismos sustitutivos como la religión que disemina el espíritu de rebaño, atrapando la
conducta en la sumisión y un conjunto de formas para entender la realidad,
semejantes a una falsa consciencia. Lo que se agrega a la sumisión es el
sufrimiento ligado a los prejuicios sobre el bien y el mal. La ignorancia sobre
uno mismo es reemplazada por la religión como institución que toma control de
nuestras vivencias y valores.
Para Nietzsche, la moral es atacada por representar
una máscara, una enfermedad y un sinnúmero de malentendidos que sintonizan
únicamente con las proclamas sacerdotales y la religión. El cristianismo
condensa las enseñanzas morales, al mismo tiempo que fomenta el conflicto entre
los nobles y los esclavos. El cristianismo como religión del rebaño atiza el
fuego para la degeneración de la consciencia atormentada por la culpa. Ésta, en
su esfuerzo por superar sus dolores recurre a la medicina moralista y a los
estímulos sacerdotales que se convierten progresivamente en frenos de la
autonomía personal y en ponzoñas para la individualidad.
Desde esta perspectiva, la racionalidad no existe,
sino que se asume a la existencia humana como una comedia. Por lo tanto,
Nietzsche rastrea en la genealogía de los conceptos sobre el bien y el mal,
varios enredos, confusiones, distorsiones y cuáles son las posibilidades que
existen para el drama dionisíaco sobre el “destino del alma”. En realidad, la
moral se presenta como el conjunto de significaciones que terminan
transformándose en el eje de las religiones, y en la preocupación por encontrar
un designio y aspiración espiritual que operan dentro de la consciencia humana.
Los conceptos bueno
y malo son analizados de manera
genealógica en el sentido de un recorrido histórico para develar las
trayectorias de significado desde el terreno de los enfrentamientos o luchas
entre los más fuertes (nobles) y los débiles (esclavos), a partir de una posición
anti-política y, por lo tanto, en contra de las aspiraciones de una
colectividad, teóricamente protectora . En Nietzsche, el “juicio ‘bueno’ no
procede de aquellos a quienes se dispensa ‘bondad’. Antes bien, fueron ‘los
buenos’ mismos, es decir, los nobles, los poderosos, los hombres de posición
superior y elevados sentimientos quienes se sintieron y se valoraron a sí
mismos y a su obrar como buenos, o sea como algo de primer rango, en
contraposición a todo lo bajo, abyecto, vulgar y plebeyo”.
Estas visiones expresan una posición antidemocrática
en Nietzsche que rechaza todo abuso de las masas respecto a sus privilegios
donde se plasman las condenas a cualquier acto de los más fuertes. Las
consecuencias de este abuso manifiestan un escenario difuso que deforma los
valores y el carácter de la energía vital. El valor no es la utilidad de las
cosas, ni tampoco un adjetivo para identificar o calificar alguna acción
humana. El valor se concentra en una situación de hecho donde surge la
diferenciación y el choque de posiciones irreconciliables dando lugar al pathos de la distancia que, finalmente,
establece la escala de los valores.
“El pathos de la nobleza y de la distancia –afirma
Nietzsche– (…) el duradero y dominante sentimiento global y radical de una
especie superior dominadora en su relación con una especie inferior, con un
abajo, éste es el origen de la síntesis de lo bueno”. Para el realismo, el Leviatán, Maquiavelo y Nietzsche, los
poderosos inventan el lenguaje apropiándose de las cualidades del mundo. De
esto podría deducirse que en la contemporaneidad, los fuertes también fomentan
la creación y reproducción de la religión como un mecanismo para legitimar su
posición privilegiada y, simultáneamente, como alternativa que abre canales de
expresión de los débiles y estratos bajos de la sociedad.
El poder y los poderosos no solamente son todo lo
contrario de las masas, sino que carecen de las búsquedas compensatorias que
caracteriza a los plebeyos. Las masas vulgares son las únicas que poseen preocupaciones
por un más allá en el cual puedan
repararse sus sufrimientos e incapacidades enfrentándose en mejores condiciones
a los más fuertes. Para el mundo de los fuertes, la palabra bueno no está ligada a las acciones
no-egoístas. En todo caso, el instinto de rebaño inventa la antítesis
egoísta-no egoísta llegando a convertirse en una enfermedad mental.
El conflicto central de la genealogía moral
identificada por Nietzsche consiste en la lucha de la casta de los sacerdotes contra la casta de los guerreros que se enfrentan a causa de los celos. Las
consecuencias de esta moralidad en pugna desembocan en los impulsos del
resentimiento que crea los valores del bien contra el mal, del egoísmo contra
la solidaridad, y de las bienaventuranzas del cristianismo contra el imperio
del placer de los sentidos y la vocación enérgica de la voluntad de poder. El
cristianismo como religión se expresaría a través de los judíos que comenzaron
a diseminar la “(…) moral de los esclavos: esa rebelión que –para Nietzsche–
tiene tras sí una historia bimilenaria y que hoy nosotros hemos perdido de
vista sólo porque ha resultado vencedora”.
Por último, la moral nietzscheana piensa que el poder
estaría siempre identificado con la salud
floreciente y la constitución física, lo desbordante, la guerra y la
aventura. Lo contrario se manifiesta en la impotencia, lo espiritual y lo
venenoso que encarna a los odiadores de la historia universal. Estos odiadores
son ricos en espíritu pero tendientes a una degeneración que instituye un
peligroso espíritu de venganza. El mundo del siglo XXI es un mundo de
desconexión y descomposición moral, de confusión y de abismos éticos. Sin
embargo, nadie puede negar que Nietzsche se adelantó al percibir que el superhombre es una fuerza y una
identidad que hacen de este mundo un horror humano de manera constante.
Bibliografía
Habermas, Jürgen. La crítica
nihilista del conocimiento en Nietzsche, Valencia: Revista Teorema, 1977.
Nietzsche, Friedrich. El
anticristo, Madrid: Alianza Editorial, 1995.
________________. La genealogía de la moral (1887), Madrid: EDIMAT Libros, 2005.
Savater, Fernando. Idea de
Nietzsche, Madrid: Ariel Editorial, 1997.
Comentarios
Publicar un comentario