“La
envidia no es otra cosa que una actitud despreciable cuyo fondo es un rencoroso
reconocimiento al mérito”. Como el ácido que carcome las superficies blandas e
irrita la piel más fina, el envidioso intenta menospreciar los esfuerzos
ajenos, a fuerza de resentimiento. Así lo había comprendido William
Shakespeare, plasmando sus críticas en la tragedia de Otelo, donde el imperio
de los celos arrastra a cualquier ser humano hacia la locura, al extremo de
provocar delitos y asesinatos. Otelo es víctima de la insidia. Su corazón duda,
fruto de las calumnias que habían sido sembradas por sus enemigos, disfrazados
de consejeros. Así despunta la política de la envidia como una especie de
consejería, cuyo objetivo es lograr el fracaso del amigo, competidor o correligionario
porque es más fácil hacer escarnio de los otros para evitar que los más
capaces, honestos o más aptos puedan obtener soluciones por medio de un juego
limpio.
Las
mentiras hacen que Otelo imagine la infidelidad de su amada. Quienes lo
rodeaban, solamente envidiaban su valentía, matrimonio y privilegios; los
verdaderos traidores era aquellos que, por la espalda, difundían cobardemente
todo tipo de infamias para echar a la basura el incondicional amor de la esposa
de Otelo. La envidia se convierte, de esta manera, en el sentimiento más
irresponsable de aquellos que se ven aplastados por la sombra de grandes obras
o personajes.
Es
más, la envidia es una obsesión para estar pendiente de las victorias y éxitos
ajenos, desvalorando la propia personalidad y sometiéndola a la esclavitud de
los impulsos primitivos de destrucción. La envidia es una amenaza para la
sociedad cuando se expande como el veneno de los mediocres que solamente
quieren satisfacer sus intereses personales; al ver que alguna situación no los
favorece o reconoce en ellos su baja calidad como personas y especialistas,
sacan el cuchillo de la venganza para destruirlo todo, antes que ver felices a
los demás inofensivos y a los verdaderos líderes.
Criticar
la envidia constituye una oportunidad para develar lo absurdo de dicha actitud,
al mismo tiempo que identificar la improductividad de la misma, en una sociedad
donde la meritocracia debería contribuir eficazmente al desarrollo de toda la
colectividad.
Uno: la envidia es un arma, utilizada por aquellos que
no están acostumbrados a mejorar sus propias cualidades
Las
estrategias del envidioso representan una coartada para no superar sus propias
limitaciones o para rechazar la posibilidad de abrirse hacia nuevos rumbos. Tal
como lo había explicado el filósofo Federico Nietzsche, los mediocres no son
del todo tontos. Dándose cuenta de sus debilidades y envidiando a los hombres
meritorios, son lo suficientemente astutos como para ascender, solamente
poniendo en práctica la confabulación en contra de los otros. En este caso, la
mentira busca desprestigiar al individuo talentoso minusvalorando sus acciones
porque, además, es un pretexto fácil para convertir al envidioso en un
personaje sin el más mínimo esfuerzo por cualificarse y por competir en una
arena donde haya que demostrar hasta dónde uno puede salir adelante, por medio
de sus aptitudes personales.
Dos: la envidia es la incapacidad de reconocer los
propios errores, condenando al exitoso por el hecho de haber conseguido más
méritos
Esta
es, quizás, una de las aristas más afiladas de la envidia pues, llegado el
momento de comparar los productos más visibles a los que han llegado una
empresa, una fábrica o las obras de un autor. El envidioso rehúsa aceptar sus
errores en caso que los haya cometido. Si un producto salió mal por su culpa,
esconde su responsabilidad y condena al obrero más diestro, acusándolo de haber
sido favorecido por el jefe o por alguna ficticia prerrogativa, porque jamás
reconocerá el esfuerzo ajeno.
Simultáneamente,
este es uno de los lastres más preocupantes para el trabajo en equipo en una
empresa que busca la calidad total. Los individuos que niegan sus errores,
evitan rectificarlos y, encima, se preocupan cómo desbancar a los mejores
funcionarios a través de la insidia, representan influencias negativas que
fácilmente se expanden como un contagio.
Tres: la envidia es el temor de ser reemplazado por
otro mejor que el envidioso
Este
temor evita aprender de los otros porque tampoco se acepta que los competidores
puedan aportar. La competencia es entendida como una ofensa personal donde los
méritos, habilidades y logros objetivos son vistos como agresiones para quitar
el trabajo, el puesto o el pan de la boca al mediocre. Así se apela a un falso
sentimentalismo donde el envidioso recurre a las autoridades de la empresa o la
oficina para menoscabar las consecuciones del talentoso, bajo el pretexto de
una familia pobre, numerosa o algún problema personal que jamás será
explicitado. El resultado inmediato es el bloqueo de toda predisposición para
aprender de las contribuciones que ofrecen los demás.
Cuatro: la envidia, llevada a sus extremos, provoca
una obsesión que podría terminar haciendo mucho daño
Esto
es muy notorio en los escenarios de la política; aún a pesar que todos los
hombres y mujeres somos más o menos envidiosos, como afirma el filósofo rumano
E.M. Ciorán en su ensayo Escuela del tirano, “los políticos son completamente
envidiosos. Uno se vuelve envidioso en la medida en que ya no soporta a nadie
ni al lado ni arriba”. Solamente así se puede entender por qué la lucha
política, en el fondo, se reduce a una serie de cálculos y maniobras frías para
asegurarse que la eliminación de los adversarios o enemigos tenga éxito.
Estas
actitudes nos acercan al corazón del sentimiento envidioso el cual rinde
pleitesía al siguiente razonamiento: “hay que empezar por liquidar a los que,
desde el momento en que piensan con arreglo a tus categorías y a tus prejuicios
y, además, han recorrido a tu lado el mismo camino, sueñan necesariamente en
aplastarte o abatirte”.
Cinco: la envidia es una de las expresiones más
desastrosas de la intolerancia
En
la mayoría de los casos, el envidioso también tiene ambiciones pero éstas se
convierten en una droga que lo convierte en un demente potencial. No busca
cultivar su propia personalidad en función de la superación, sino que, mientras
más exaspera el apetito de poder, más se preocupa por frenarlo en los demás.
Desde este momento, la voluntad sólo se mueve para hacer el mal utilizando
cualquier instrumento a disposición. El envidioso se convierte, por su propia
siembra, en un dictador cuya predilección es la tiranía.
Seis: la envidia destruye toda posibilidad de
establecer vínculos de confianza y compromisos mutuos
La
necesidad de construir un espacio en el que se desarrollen la confianza y el
compromiso, no solamente necesita de un proyecto colectivo y una inclinación
para trabajar con sinergia. Ambos recursos: confianza y compromiso, nos acercan
a una riqueza en la que es posible lograr objetivos éticos muy específicos,
donde las acechanzas por envidia son un clavo incrustado en el zapato.
A
través de la posibilidad de confiar en un amigo, en una ilusión o en un amor
–lejos de la amenaza de los celos y la envidia– se abre un horizonte donde uno
mismo puede imaginarse conquistando el mundo. Entregar y reconocer el
compromiso con los otros, no expresa la renuncia a nuestras propias
expectativas, sino que es el puente para acercarnos a una dimensión de afectos
con los que trabajamos y convivimos.
Esto
es lo que nos reconcilia con la necesidad de hacer promesas y luchar por
cumplirlas pero, sobre todo, el compromiso y la confianza nos envuelven con una
energía en la que nuestro sudor cae gota a gota en medio del surco que está
listo para ser fecundado. La simiente es colocada en la tierra labrada por el
esfuerzo propio y esto es lo mejor que debemos apreciar.
La
envidia no contribuye, para nada, al logro de metas y objetivos. Si bien la
sociedad es, como afirma el filósofo español Fernando Savater, “un pacto mutuo
de vanidades controladas y disimuladas”, cuando la gente con capacidad y
talento rompe el disimulo al mostrar lo que puede hacer, esa gente es
perseguida sin misericordia por el caudal turbio de la envidia. Empero, los
envidiosos no se dan cuenta que, cuanto más condenen a sus competidores, más
expuestos están a ser descubiertos en su propia traición y a joderse como lo
merecen.
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