¿Quiénes
somos? ¿Qué significa nuestra identidad individual? Alrededor de estas
interrogantes se han levantado singulares edificios filosóficos, pero al mismo
tiempo, son preguntas que cualquier sujeto puede formularse a lo largo de su
vida. La persona que encarnamos esconde y muestra muchas cartas, o es mejor
decir, muchos perfiles, rostros y facetas, de las cuales pocas son la verdadera
esencia de nuestro espíritu y corazón. Lo fundamental es aquel momento en el
que nos reconocemos por medio de la tranquilidad de nuestro lenguaje. Nos
hablamos y respondemos con una verdad genuina. Por lo menos, eso intentamos.
Redescubrir nuestro ser implica una tarea difícil, y cientos de veces un
acertijo doloroso pero liberador. Estoy aquí, soy yo. Un tiempo y una época, un
ser y una identidad.
Es
el tesoro más hermoso que nos impulsa hacia el amor y hacia una necesaria
fortaleza para combatir las contradicciones éticas que nos afectan cada día.
Las identidades individuales se entrelazan, a su vez, con las identidades
colectivas. El espacio social al que pertenecemos nos brinda un factor
adicional a la búsqueda de nuestro yo interior, como parte de una sociedad más
abarcadora.
Vislumbrar
las alternativas que tenemos para reformar nuestras instituciones políticas y
las diferentes dimensiones de la sociedad en América Latina, siempre nos
confronta con el tipo de identidad que representamos y la cultura adonde
pertenecemos. Es, precisamente, en la cultura donde se condensa todo el pasado,
las herencias históricas pero también donde podemos encontrar un mundo de
posibilidades, o descubrir que probablemente no podamos romper con el peso de
la historia que viene de profundidades legendarias.
A
principios del siglo XXI, nuestra América Latina está encontrando tendencias de
cambio cultural e identitario muy importantes; por ejemplo, si analizamos el
nuevo liderazgo económico de Brasil, observamos que existe una mayor apertura
comercial con el Asia, abriéndose la puerta para la influencia cultural de
China, Corea del Sur, Indonesia e India. Por lo tanto, la actual “cultura de la
globalización” está replanteando viejas temáticas a la luz de nuevas y
contemporáneas exigencias como el impacto determinante que ejercen los cambios
tecnológicos en las potencias industriales como Estados Unidos y Europa. Tales
cambios expanden constantemente sus influencias hasta afectar las estructuras
productivas de la región y la vida cotidiana de millones de ciudadanos.
¿Estos
cambios tecnológicos están haciendo a la cultura más equitativa, o por el
contrario, erosionan los patrones históricos de identidad tradicional porque
estimulan nuevos conflictos y tendencias hacia el caos, junto con la
uniformidad de las actitudes y una especie de americanización en las
costumbres?
La
discusión queda abierta para estimular una serie de visiones y propuestas de
cambio pluralista; sin embargo, uno de los aspectos relevantes parece consistir
en la necesidad de revalorizar nuestra cultura hispana, mestiza, indígena y
negra como ámbitos de crítica constructiva hacia la globalización de carácter
occidental. Las posibilidades de transformación, búsqueda de identidad, cambio
o reformas políticas, culturales y económicas, están ligadas a la necesidad de
responder con claridad desde nuestros “derechos a ser diferentes”, y desde la
perspectiva de lo que reconocemos como el potencial de nuestra identidad
múltiple – tanto individual, colectiva – abierta hacia diferentes alternativas
para ser mejor, pero siendo uno mismo.
Es
la heterogeneidad que hará brotar soluciones viables para erradicar la pobreza
y fortalecer las democracias en América Latina. La cultura y nuestras
identidades, en consecuencia, abren el panorama para mirar lo más hondo de cada
país, reconociendo nuestras limitaciones, dilemas de futuro y, simultáneamente,
nuestros modos de ser distintos en el mundo.
En
las sociedades andinas, los conflictos y las búsquedas incesantes por construir
una identidad cultural son el pan de cada día. Por una parte, todavía es muy
fuerte en pleno siglo XXI que Bolivia, Perú, Ecuador e inclusive Colombia,
continúen rastreando los conflictos con la Colonia española desde hace
quinientos años. Por otra parte, surge siempre una ambigüedad sobre quiénes son
los indios para en el actual milenio. Este artículo analiza y cuestiona las
actitudes que pretenden encontrar identidades inamovibles y, supuestamente,
originales de parte de los movimientos indígenas en Bolivia, así como
reflexiona sobre la inevitable mezcla y sincretismos infinitos a los cuales nos
expone la globalización económica y cultural de hoy día. ¿Los conflictos en
torno a las identidades colectivas en Bolivia, expresan un caso único, o es
solamente una obsesión particular? ¿Puede el mestizaje que actualmente
caracteriza a las sociedades indígenas en la región Andina, ser una expresión
común en el conjunto de las culturas del siglo XXI?
La
globalización ha dejado de ser un concepto ambiguo, pues fue ampliamente
debatido desde finales de los años noventa, sobre todo para comprender la nueva
“era”, una vez desaparecidos, tanto el bloque de países socialistas de Europa
del Este como la Unión Soviética. El autor más estudiado en la discusión teórica
es David Held, para quien pensar en la globalización es comprender las grandes
transformaciones abiertas por una red mundial de integración comercial y mercados
interdependientes, aunque asumiendo el triunfo de un “nuevo orden internacional”
bajo la dominación de las principales economías y potencias del Occidente
liberal como Estados Unidos, Reino Unido y el conjunto de los países de la
Unión Europea.
La
integración comercial constituiría el dato más llamativo y empíricamente
comprobable de un proceso “envolvente de articulación global”. Sin embargo, también
es la economía de mercado la que se
convertiría en el único y privilegiado motor del desarrollo económico a escala mundial.
Held acepta un perfil eurocéntrico que pone en la cúspide de una pirámide
jerárquica a todos los países capitalistas industriales anglosajones, los cuales
generan diversos efectos políticos que van a trasladarse hacia regiones específicas
del planeta, desencadenando múltiples conflictos con los grupos denominados
“antiglobalización”.
La
globalización significa –en el intento de hacer una síntesis teórica de la
vasta bibliografía producida– una configuración del mundo que está caracterizada
por la interconexión de mercados en el sistema internacional y la integración
comercial, así como por el constante deterioro de las soberanías estatales
tradicionales que ceden el terreno para el avance de fronteras movibles, transformaciones
tecnológicas que poseen un impacto planetario y el fortalecimiento sin precedentes
de la racionalidad instrumental y la modernidad capitalistas como estructura económica
transnacional. Por lo tanto, los acontecimientos locales de una región o país,
estarán moldeados por eventos que ocurren en otros puntos del mundo a miles de kilómetros,
acortándose las distancias cartográficas por medio de revoluciones de
comunicación como la red virtual de Internet, e intensificándose las consecuencias
o choques políticos y socio-culturales entre diferentes subsistemas
internacionales.
El
influjo de la globalización ha sancionado nuevamente una estructura jerárquica de
todos los Estados, colocando en la cima no solamente a los más aptos y ricos,
sino enfatizando las características del poder militar y político, razón por la
cual adquiere inusitada vigencia un enfoque realista de la globalización
centrado en la lógica de balances de poder y la dominación de los Estados más
fuertes.
Las posibilidades de recomposición
En
Bolivia, pocos autores se preocuparon por estudiar los impactos profundos de la
globalización sobre el conjunto de las estructuras económicas, sociales, políticas
y culturales. Es crucial destacar cómo el proceso de modernización boliviana siempre
estuvo tensionado por las fuerzas internacionales que se remontan a la
Revolución Nacional de 1952 donde afloraron las contradicciones entre las
necesidades de crecimiento económico desarrollista, superación de la pobreza,
creación de una burguesía nacional y pugnas por otro tipo de desarrollo autónomo
que responda legítimamente a la diversidad étnico-regional del país.
Los
entrecruzamientos entre las influencias continentales del entorno boliviano y
sus búsquedas por afrontar una identidad nacional propia, tienen como razón de
ser el logro de un Estado controlador, junto con indicadores aceptables de desarrollo
económico. Todo el avance de la democracia representativa desde 1982 hasta el
presente (2014), mostraría también un ensamblaje entre la fuerza del Consenso de
Washington, como conglomerado de reformas liberales y ajustes estructurales en el
ámbito universal, junto a la progresiva construcción de una racionalidad
política de gobernabilidad, un sistema de partidos políticos y todas las
preocupaciones por integrar a los grupos marginales de Bolivia dentro de nuevas
lógicas pluralistas de representación y decisión.
Las
tensiones afloraron en relación con la necesidad de liquidar al Estado
benefactor como centro del desarrollo, versus el Estado liberal, reducido a un
conjunto de funciones mínimas, sobre todo reguladoras de las prioritarias
políticas económicas abiertas hacia el libre mercado. Esto afectó la discusión de
las identidades colectivas porque se transitó del Estado Nacional, patrocinador
de una sola identidad mestizo-homogénea-modernizante, hacia la irrupción de
diversas identidades étnicas-indígenas-particularistas, de alguna manera, funcionales
a un Estado que perdía protagonismo al estar perforado por los vientos de la globalización.
Bolivia nunca estuvo lejos, ni tampoco se puso por fuera de la globalización.
Todo
lo contrario, siempre transmitió un espíritu particular de identidad propia andino-amazónica
y un aire de cosmopolitismo ligado a la modernidad capitalista globalizadora. La
vinculación primordial del país con la globalización es la venta de sus
materias primas (minerales, petróleo y gas natural), el desarrollo de su deuda externa,
así como la inversión extranjera directa junto con la ola democratizadora de
gobiernos elegidos en las urnas y el reconocimiento explícito de una democracia
política, opuesta a toda forma de dictadura. Este contexto convierte a las
identidades colectivas bolivianas en un tipo de mestizaje como forma de
cosmopolitismo influenciado por la globalización.
Lo
que podría implicar un aislacionismo del país debido a su enclaustramiento
marítimo o sus indicadores de desarrollo humano relativamente bajos respecto a
otros países de Sudamérica como Argentina, Perú, Colombia o Brasil, más bien da
lugar a una inserción específica en la dinámica global. Bolivia desempeñó un
papel central en la economía mundial del estaño, no ha sufrido nunca una guerra
civil prolongada y los clivajes interétnicos tampoco desembocaron en una
balcanización que haya desestabilizado al continente.
A
lo largo de los años noventa y en el siglo XXI, Bolivia pisa fuerte en el
mercado gasífero de las Américas, mostrando al mundo que a pesar de existir obstáculos
estructurales para un crecimiento económico donde se erradique por completo la pobreza,
es un país líder en intentos de reformas sociopolíticas y en esfuerzos de consolidación
democrática desde 1982. A diferencia de Paraguay, Perú, Venezuela, Ecuador y
Honduras, en Bolivia nunca resurgieron los golpes de Estado de corte militar,
lo cual expresa una exposición positiva – aunque sin haber superado los indicadores
de autoritarismo – hacia la estabilidad democrática como impacto global al
interior de la Organización de Estados Americanos (OEA), de donde Bolivia es un
integrante activo.
Las identidades como crisis y mitos
El
impulso de la identidad colectiva nacional y la fuerza de la diversidad
étnico-indígena en Bolivia, están marcados profundamente por la legitimación del
Estado y el presidencialismo caudillista que siempre insistieron en conformar
una nación cultural y económicamente homogénea pero tratando de no sucumbir a
un divisionismo fruto de los embates de grupos corporativos y de los mismos
movimientos indígenas. Es por esto que las élites político-dominantes habrían
apelado siempre a un discurso que buscaba rescatar la unidad del Estado, la fusión
política y el centralismo.
Esta
tendencia se mantiene en el siglo XXI donde la amenaza adicional a la unidad,
no estaría representada por la homogeneización forzada desde el Estado, sino
por la globalización como fenómeno universalista que borraría las identidades particulares
o locales. La globalización fomenta el mestizaje y éste fomenta la
globalización, dando como resultado una nueva forma de cosmopolitismo: la
identidad abierta a las tendencias globales de una ciudadanía cívico-universal
contemporánea. Las ideologías en torno a la Nación boliviana se han ido forjando
como los mitos, es decir, como un intento por explicar algunos fundamentos,
idealizar hechos o personajes y esforzarse por desfigurar la realidad a través
de visiones donde no importan tanto las argumentaciones sino un conjunto de
narraciones ideológicas (búsquedas de legitimación), cuyos sujetos, clases
sociales o grupos étnicos se presentan con diferentes máscaras. En Bolivia, son
representativos los textos con un enorme contenido ideológico-mítico como Jaime
Mendoza, El macizo boliviano; Fausto Reinaga, La intelligentsia del cholaje
boliviano; René Zavaleta, Bolivia: El desarrollo de la conciencia nacional; Carlos
Montenegro, Nacionalismo y coloniaje; Fernando Diez de Medina, Thunupa.
Si
bien los problemas de la Nación y las identidades se construyen al igual que
los mitos, éstos tienden a funcionar en la lógica social como verdaderas estrategias
de simulación. La simulación sería un tratamiento especial y conducta colectiva
que permitirá sobrevivir a los grupos marginales o dominados, mientras buscan
aumentar sus fuerzas políticas para tomar el poder, posicionándose mejor en la estructura
social, de manera que la lucha entre diferentes mitos se transforma en un
sinfín de razones para el conflicto, al mismo tiempo que expresa la añoranza para
integrarnos con un sentido de pertenencia y con el interés por observar desde adentro
nuestras potencialidades como cultura. La simulación es un medio fraudulento de
luchar en diferentes situaciones de la vida, hipótesis que se vincula con la
estrategia de fachadas y máscaras que abre un capítulo inédito de investigación
sobre el problema de las identidades colectivas.
La
construcción de la Nación con mayúsculas vendría a ser la razón de ser de la
integración pero, al mismo tiempo, el núcleo de incertidumbres que desencadena irreverencias
o disputas con el ejercicio de diferentes estrategias de simulación que impulsan
la formación de fachadas específicas en las batallas socio-políticas. El
conflicto más llamativo de identidades sociales y procesos políticos donde el
Estado es el principal protagonista, surge con la celebración en 1964 del “pacto
militar-campesino” entre el ex presidente René Barrientos y el sindicalismo
campesino que habría sido cooptado y encerrado dentro de los criterios limitados
de ciudadanía de segunda clase para legitimar al Estado burocrático-militar de
la época. Si bien los campesinos poseían tierras después de la reforma agraria
de 1953, también estarían cercenados en su verdadera identidad étnica: el mundo
indígena que representa un conjunto de naciones diferentes y, en gran magnitud,
opuestas al Estado Nacional o republicano.
La
ruptura del pacto militar-campesino otorgará la posibilidad de destrozar al Estado
Nacional homogeneizante y artificialmente mestizo. La mayoría de edad de los indígenas
está cimentada en el nacimiento del katarismo (germen de ideología indianista)
y el Manifiesto de Tiwanaku, declaración que se convierte en la epistemología
política de nuevas identidades que se resisten a ser subalternas porque se
declaran como una nueva fuerza más allá del Estado boliviano. Sin embargo,
entre la pugna por reivindicar lo auténticamente indio, en contraposición a lo nacional,
el enfrentamiento da lugar a una crisis del mismo Estado y de las mismas
identidades colectivas.
Toda
crisis de identidad colectiva señala la erupción de dudas y cuestionamientos
que aparecen cuando la idea de Nación boliviana es sometida a diversas críticas
desde la insubordinación hacia el Estado que realizan los movimientos
indígenas, grupos de bajos niveles de ingreso y educación, y diversos sectores marginados.
Una crisis de identidad tiene lugar en un momento de incertidumbre sobre cómo protegerse
frente a los avatares del entorno social, económico y político, con el fin de
buscar, al mismo tiempo, seguridades ideológico-psicológicas que hagan más
soportable la convivencia de los grupos dominados que se colocan siempre a la
defensiva respecto a las clases más privilegiadas y en relación con los
mensajes de la modernidad globalizada donde predomina una identificación con
los patrones del consumo y la información de carácter multicultural.
Eso
es lo que da sentido al gran debate de los años ochenta respecto a por qué en
Bolivia se habría manifestado un “nacionalismo sin Nación”. Por un lado, el
nacionalismo implicaba el fortalecimiento del Estado, sobre todo desde la
Revolución Nacional de 1952, época en la que se confió en el poder
transformador de las instituciones estatales para lograr una república de
ciudadanos porque, supuestamente, sólo el Estado sería capaz de eliminar las
distinciones de castas, las jerarquías desiguales, los odiosos privilegios, las
barreras culturales y las deficiencias en materia de educación.
Este
es el basamento de la equivalencia Estado-Nación como un resultado
empíricamente valioso de la modernización. La ideología de desprecio al mestizaje
para superponer el indianismo o el katarismo como fuentes de las identidades
indígenas, ingresa en la escena con el ánimo de conseguir mayor participación
política, aunque expresando también un carácter sesgado e innecesariamente conflictivo.
El énfasis dogmático para reivindicar lo étnico-regional como particularismo
secante donde reinarían naciones diferentes al Estado boliviano opresor, da
lugar a otro tipo de ideario nacionalista que intenta convertirse en
hegemónico, desencadenando un oleaje de interpelaciones ideológicas donde se
supone que lo indio representaría tranquilamente a la bolivianidad genuina. El
mundo internacional se mueve en sentido contrario. Lo indio solamente funciona
como ideología de legitimación para algunos sectores excluidos, mientras que las
fuerzas envolventes de la actualidad, posicionan al mestizaje como un
cosmopolitismo de mezclas constantes y redefinición de las identidades
colectivas en forma constante.
Conclusión: del mestizaje a la globalización
cosmopolita
La
modernidad boliviana abrió el terreno para aceptar democráticamente las
diferencias étnicas y la plena participación de otros actores sociales como los
movimientos indígenas. Toda estructura de modernización implica un aditamento
iluminista adicional: aceptar el disenso, las diferencias de explicación o
nuevas visiones de la realidad como el núcleo más positivo de la globalización
y universalización del racionalismo crítico. Los libros de Fausto Reinaga y
otros teóricos de la descolonización, podrían enmarcarse dentro de la tradición
iluminista del racionalismo crítico como baluarte del pensamiento occidental,
en el sentido de recuperar un aire escéptico y cuestionador de la Razón como
fuente infalible para el progreso o como rasgo único de dominio, porque dicha
Razón también es capaz de engendrar efectos sumamente atroces.
Desde
este perfil, el mestizaje, las identidades étnicas particulares, así como la
democracia pluricultural no deberían dar lugar a ningún tipo de odio o rencores
políticos, sino a la reconciliación magnánima de orientación tolerante por
medio de la reivindicación de una ciudadanía cosmopolita. Desde el nacimiento
del movimiento katarista en 1973 hasta el nombramiento del aymara Víctor Hugo
Cárdenas como Vicepresidente en 1993, pasando por la renovación del sistema
político con múltiples alcaldes indígenas en el área rural y la victoria final de
Evo Morales como presidente de Bolivia en 2005, la modernización boliviana no
ha hecho sino consolidar el avance de cosmovisiones alternativas que se
abrieron paso en medio del escenario democrático representativo.
Es
en la época democrática (1982-2014), donde el nacimiento del Estado
Plurinacional constituye un aliciente y un halo de esperanza para fortalecer un
nuevo tipo de identidad nacional, el cual vaya dejando atrás los conflictos de
la crisis identitaria pero planteando múltiples desafíos, sobre todo para la visión
de futuro que las generaciones jóvenes en Bolivia presentan en el siglo XXI.
De
cualquier manera, el nacionalismo como ímpetu estatal, la denostación de la
Nación para destacar la multiculturalidad y la diversidad étnica, o la
convivencia democrática de un mundo pluralista, se convierten en diferentes
máscaras que buscan competir para interpelar a las masas en el camino hacia la
toma del poder, lugar en el cual las élites y contra-élites regresarán, tarde o
temprano, al desafío de conformar un Estado fuerte, movilizador y verticalista
para su eficaz funcionamiento, tanto en medio de una economía estatizada, como
ante la liberalización sin fronteras de la globalización mercantilista.
En
el discurso y el imaginario de lo que se denomina Estado Plurinacional, existen
dos pilares ideológicos. Por un lado está el discurso que interpela con los códigos
indianistas y la idea de descolonización de Bolivia. Por otro lado se encuentra
el perfil autoritario desarrollista que repite las tendencias del viejo Estado
nacional de la década de los años 50. Esto es lo que explica por qué el MAS y
Evo Morales se resisten y resistieron a descentralizar el Estado o desarrollar
la Nación desde las autonomías regional-departamentales en el periodo
2006-2014. A pesar de la aprobación de una Ley Marco de Autonomías, la
descentralización profunda del aparato burocrático no es más que una ambición truncada,
frente a las pretensiones de un proyecto hegemónico donde sea el Estado centralista
el mecanismo de poder en el largo plazo.
Esto
se halla unido a otras influencias latinoamericanas de larga tradición como el
legado “nacionalista populista” que data de la época de Víctor Raúl Haya de la
Torre, pues la exploración de una identidad nacional y la crítica tenaz del
subdesarrollo o el colonialismo, tratan de encaramar un Estado lo
suficientemente dominante como para proveer el desarrollo económico y hacer
evolucionar a la sociedad de arriba hacia abajo. Las críticas, tanto técnicas
desde el campo de la administración pública como desde la economía del gasto
público, siempre han destacado la ambigüedad del MAS para materializar
seriamente el proceso autonómico en el país.
Por
último, los actores sociales y políticos en Bolivia entrelazan los siguientes
elementos: invención de idearios sobre “lo indio” como depositario del carácter
nacional y originario para descolonizar una opresión de larga data. Esto se une
al nacionalismo que asume diferentes máscaras, de las cuales la más notoria es
un Estado enérgico y desarrollista. Pero hoy día, la globalización está
generando una crisis estatal y de identidades colectivas, al sembrar la
incertidumbre sobre el destino que les toca a las nuevas generaciones y al país
en el siglo XXI bajo los cánones de un tipo de mestizaje que irrumpe como cosmopolitismo,
es decir, como internacionalización y mezclas permanentes que destronan a las
identidades étnicas particularistas. En un caso, o Bolivia fue derrotada por la
globalización, o en otro momento, el país simplemente no es capaz de adaptarse
al siglo XXI.
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