En medio de las
guerras entre principados, alrededor del año 1512, el secretario
de la Segunda Cancillería de la República florentina o Gobierno de los
Diez, adiestraba al Príncipe, Lorenzo el Magnífico, sobre las artes del poder.
Convencido de que
el hombre es, por naturaleza, perverso, Nicolás Maquiavelo afirmaba que
"el príncipe en sus tareas políticas, está emancipado de los principios y
restricciones morales, pues la razón de la política es la razón del poder del
más fuerte; no la fuerza bruta, sino la combinación de astucia, organización y
un plan determinado. El príncipe debe
ser una simbiosis de cabeza de zorro y
zarpa de león: parsimonioso, temido y respetado, inobservante de la palabra
dada cuando las circunstancias se vuelvan contra él; aparentemente piadoso,
fiel, humano, íntegro y religioso, pero sin serlo. Así conseguirá que la opinión pública esté
con él, pues los medios que emplee serán siempre tenidos por honrosos y por
todos alabados. Quien escoja lidiar en las arenas movedizas de la política,
debe asumir que el arte de gobernar o conseguir el poder, será siempre, como
una maldición, el arte de hacer creer".
Estas palabras,
malditas para unos y decálogo imperativo para otros, enseñan que los políticos,
para alcanzar el poder, son capaces de todo.
Si esto es así, invertirán mucho tiempo, esfuerzo y dinero en
"hacer ver" que sus liderazgos representan una especie de guerra
entre los dioses, una predisposición para estar más allá del bien y del mal;
sobre todo en época de elecciones donde las mágicas artimañas de los medios de
comunicación, convierten las pugnas electorales en secuencias de imágenes y
espectáculos cuyo efecto inmediato es la personalización de la política.
Comunicación
política y tele-democracia
Como ya sucedió en otros países de Europa,
Centro América y Estados Unidos, en nuestro medio, con motivo de las elecciones
municipales, las campañas proselitistas por televisión muestran una innata
tendencia de la comunicación política hacia la personalización. El juego pirotécnico de colores, enfoques de
primer plano y poses estudiadas de los candidatos, conducen hacia la
personalización o identificación del poder con quien lo "encarna" o
busca encarnarlo.
Los resultados
inmediatos de la personalización en las campañas, entretejidas de
candidatos-personajes, son lo que algunos sociólogos de la comunicación han
denominado la “vedettización” de los políticos y el surgimiento de la
democracia-espectáculo. El objetivo
central de toda puesta en escena durante las propagandas electorales es
aparecer, lucirse, seducir, hacer creer; en suma, lograr una detallada y
grandilocuente fotogenia electoral.
El nacimiento de
las industrias electorales y la comunicación política en los ochenta y noventa,
marca un parteaguas fundamental con las formas de hacer política que imperaban
durante las décadas de los sesenta y setenta.
Paul Lazarsfeld,
sociólogo norteamericano, al presentar los resultados de su conocida
investigación, El pueblo elige, explicaba que, en otros tiempos, la
política eran las ideas. Hoy día son
"las personas", gracias al enorme aparato de figuras y sonido de los
medios de comunicación masivos; este hecho
otorgaría a los líderes la facultad de convertirse en personajes de
televisión, tal como en el cine o el teatro. El show político estructura
entonces un star-system, teñido de emotividad y, en gran medida, de
comunicación sistemáticamente distorsionada.
Al mismo tiempo,
tampoco se trata de afirmar que las industrias electorales buscan vender a los
candidatos como si fueran automóviles, coca-colas o champús. La preocupación
central de los asesores en comunicación política es construir las condiciones
necesarias para la fascinación por la personalización, lo cual se nutre a su
vez, de los sentimientos de vanidad que invaden a los políticos, junto con el
agrado por ser aclamados o reconocidos
por los demás; en consecuencia, lo que mueve a la política de los noventa en
períodos electorales es el "amor a la fama", como la meta esencial
que sustituye al debate con ideas claras y programas de gobierno viables y
plausibles.
En vísperas de las
elecciones municipales, vemos constantemente cómo las propagandas pretenden
persuadir a los televidentes por medio del culto a la imagen personal, mediante
pósteres, spots y escenas en las que todo candidato aparece como el héroe o heroína
de soap-operas, según la pose que trata de vender.
Dado que la
comunicación impresa e interactiva implica un contenido mucho más intelectual y
racionalista, las formas de propaganda a través de programas impresos en
folletos, libros o periódicos van a resultar menos personalizantes y más
argumentativas, algo que ha dejado de interesar a los líderes-personajes.
Frente a esta
situación, no es el partido el que hace que se elija al presidente, alcalde,
diputado o senador, ofreciendo un buen programa sabiamente estructurado o
defendido, sino que por el contrario, es el candidato el que hace elegir al
partido gracias a su imagen construida desde el set de filmación de los
espacios artificiales del marketing político.
Esto trae serios
problemas para la democracia convertida en entretenimiento, persuasión tendenciosa
e imágenes audiovisuales; pues, tal como lo explica un teórico de la democracia
moderna, Giovanni Sartori, "cuando los partidos dejan de ser máquinas
organizativas con ideas claras de qué es lo que quieren y hacia dónde deben ir
al enfrentar los problemas públicos, favorecen los espacios vacíos donde el
poder del video y la video-política tienen la facilidad de extenderse sin
chocarse con contrapoderes, emergiendo una nueva política, la política
video-plasmada ficticia y evanescente, a través de la cual la razón y las ideas
son sustituidas por las “imágenes”.
Teatro y seducción
Desde el punto de
vista sociológico y político Talcott Parsons definía la propaganda como un
intento de influir sobre las actitudes y por lo tanto, directa o
indirectamente, sobre la acción de las personas, mediante estímulos
lingüísticas o visuales, es decir, mediante la palabra escrita, hablada o las
imágenes y símbolos de todo tipo; este proceso contrasta con toda forma de
“esclarecimiento racional”, con el ofrecimiento de informaciones a partir de
las cuales una persona puede extraer sus “propias conclusiones”. La propaganda
es, por lo tanto, un modo de influencia que opera fundamentalmente por medio de
mecanismos no racionales de la conducta.
El liderazgo
personalista del marketing político hace que deliberadamente se busque la
anécdota, se cultive la característica. La consecuencia es la reducción de la
política a las anécdotas; en medio, el elector-televidente se pronuncia menos
sobre la orientación política, la ideología de los partidos o el grado de
solvencia de las promesas y ofrecimientos, que sobre los actores-fetiches.
Evitando las
cuestiones de fondo o las discusiones racionalmente respaldadas, ingeniándose
para simplificarlo todo, los kitchen cabinet, como diría Mario Vargas Llosa, de
las oficinas de campaña pretenden estimular sentimentalmente a los electores
adormeciendo su sentido crítico, preparándolos a su vez para reaccionar
instintivamente e irracionalmente frente al líder.
La maquiavélica
cabeza de zorro de los asesores en comunicación política harán estudiar al
candidato las poses durante las proclamas, los gestos durante los discursos, el
tipo de ropa a lucir en los mítines, agregando también una dosis de slogans,
frasecitas hechas a medida y, sobre todo, adiestrándolos acerca de cómo y
cuándo huir de los debates en público.
Son estas
tendencias las que se observan en la personalización como condensación de
imágenes en varias campañas. En unos casos se hace uso de zapatos rotos junto
con una mezcla mal digerida de filosofía de la humildad que quiere la
inmortalidad del líder al estampar su efigie en la memoria del electorado
ingenuo. Otros políticos apuntan a impulsar una exposición de frente para
acentuar el realismo del candidato junto con un corazón de príncipe valiente,
cuyo objetivo es capturar la atención a favor del buen muchacho, orgulloso de
su virilidad como líderes fuertes.
El arquetipo
parsimonioso del Quijote de la Mancha parece inspirar a muchos líderes
políticos para contrarrestar lo que puede ser un pasado político malogrado,
autoproclamándose héroes inmaculados. La notoria ausencia de carisma en otros
candidatos trata de explotar iconografías para vender una imagen que
articule pensamiento y voluntad,
reflexión y acción, además de la recitación incansable de un supuesto currículo
profesional impresionante.
La exposición de
tres cuartos en el caso de otros perfiles sugiere aprovechar su belleza física,
cuyo esfuerzo central es hacer que la gente asocie la palabra eficacia (slogan
tecnocrático) con una sonrisa juvenil y seductora. En la situación de algunas
mujeres, se trata de explotar a la candidata más fotogénica de todos sus
competidores, con posturas que están milimétricamente estudiadas, junto a un
vestuario y maquillaje completo digno de una modelo profesional. La entonación
de voz al exponer, de memoria, el resumen de su programa, también ha sido
entrenado, tal como las candidatas a miss mundo que se cuidan de no cometer el
delito de pronunciar mal una palabra o no poder hablar en inglés, al mismo
tiempo que sonríen y seducen.
Ninguno de los
candidatos a alcalde se preocupa por mencionar siquiera el nombre de los otros
seis o siete aspirantes a munícipes que están detrás del protagonista
principal, ni hablar de sus colaboradores o la calidad del equipo de asesores
que está detrás del programa; no hay otro argumento que valga que la
personalización de la política, obsesionada de establecer un nexo patriarcal
entre el candidato a primer concejal y los electores. Lo demás no interesa.
La propaganda
martillará nuestros ojos con imágenes ascensionales; como ya lo apuntó el
propio Roland Barthes, en toda fotogenia electoral, el rostro del candidato
parece elevado hacia una luz sobrenatural que lo aspira, lo transporta a las
regiones de una humanidad superior, el candidato alcanza el olimpo de los
sentimientos elevados, donde cualquier contradicción política está resuelta,
pues todo en aquél es un dechado de virtudes.
Personajes y
mitificación
La acumulación de
las personalizaciones tiende a generar una comunicación política cargada de
mistificaciones, tanto positivas como negativas; una suma de imágenes positivas
tiende a idealizar positivamente a unos protagonistas, concediéndoles un aura
carismática, mientras que otros están condenados al anonimato.
Al mismo tiempo,
las imágenes negativas se condensan e identifican en otros personajes
antagonistas; la consecuencia es una comunicación política reducida a relato
dramático, (en lugar de a un sistema de deliberaciones y análisis), en el que
los protagonistas mistificados compiten por apropiarse de las idealizaciones
positivas y por transferir las negativas al contendor.
Los no
protagonistas pierden así la posibilidad de participantes que ofrece en
potencia un sistema democrático y deliberante, quedando reducidos a
espectadores de las fabulaciones o mitos políticos.
Un peligro
amenazante en toda personalización mistificadora puede conducir al espectador,
e inclusive al comentarista periodístico de los debates entre líderes políticos
(por ejemplo, un debate electoral por televisión), a fijarse más en la
apariencia y los gestos de los debatientes y apenas recordar sus ideas o
argumentos.
Realidad y
artificio
Si bien las
industrias electorales contribuyen decisivamente a la sustitución de las ideas
por las imágenes impresionantes, también es patente que las acciones políticas
de cada época han buscado por otros medios, los instrumentos comunicacionales
de la personalización, para substraerse a la argumentación. Sobre estos
problemas, hay que poner en el centro de la crítica a toda nuestra cultura
política, preñada de autoritarismo, dramas epopéyicos y evocaciones heroicas
que apelan a la fe, antes que a la voluntad por construir una opinión pública bien
informada, consciente y racional.
Los medios de
comunicación masivos son, entonces, solamente un agente cooperador decisivo,
pero no el único ni el exclusivamente
interesado. La preferencia por la personalización tampoco es patrimonio de los
políticos, sino que, paradójicamente, es fomentada y buscada por los apetitos
irracionales de muchos ciudadanos, pues la psicología social recuerda que mucha
gente escucha a los grandes oradores, predicadores religiosos e inclusive
profesores, no para ser instruidos, sino tan solo para ser distraídos,
emocionados, divertidos o simplemente consolados.
La presentación de
la persona en la vida cotidiana es también un acto teatral permanente, con sus
fachadas, sus maneras y realizaciones dramáticas para impresionar a los demás y
conseguir lo que uno busca; entonces, ¿hasta dónde la propia realidad es la
fuente originaria de los procesos grandilocuentes en la comunicación política?,
¿cómo llegar a construir espacios públicos de debate y discusión abierta sobre
los problemas políticos, dejando de lado los intereses ocultos del
maquiavelismo?
La complejización
de nuestra sociedad y del mundo, exige actitudes políticas responsables; por lo
tanto, resulta sumamente insuficiente seguir asumiendo que para las artes del
buen gobierno bastan una cabeza de zorro y una zarpa de león, pues no todo el
tiempo podemos hacer creer situaciones que la realidad pueda desmentir en
cualquier momento.
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