IDENTIDAD Y DESARROLLO: COMPAREMOS BOLIVIA CON JAPÓN



Bolivia debe ser uno de los países en todo el mundo donde se viola cualquier derecho de autor porque reina la piratería en la producción de discos, libros, películas e inclusive la mala copia de ideas, pues la impostura es lo que caracteriza al sistema educativo en las escuelas y universidades. Esto contrasta fuertemente con Japón donde la innovación es una exigencia constante al interior de la industria, tecnología y aquello que significa el cultivo de la disciplina para ejecutar tareas con alta responsabilidad, aprendiendo de manera abierta y científica en medio de circunstancias altamente competitivas.

Lo curioso es que tanto Bolivia como Japón suponen que uno de los ejes fundamentales en el funcionamiento de sus sociedades descansa en la articulación entre aquello que conocemos como identidad cultural y desarrollo económico. Una combinación aparentemente mágica que explicaría la posibilidad de generar bienestar a gran escala. Puede ser pero, simultáneamente, la discusión sobre cómo la identidad impacta en los altos niveles de desarrollo está en permanente revisión. Para empezar, Bolivia atraviesa por una crisis de identidad colectiva, la cual no parece haberse amalgamado de manera positiva porque aún quedan muchos vacíos para alcanzar los estándares de desarrollo que posee Japón.

Toda crisis de identidad colectiva señala la erupción de dudas y cuestionamientos que aparecen cuando la idea de Nación boliviana es sometida a diversas críticas, sobre todo cuando se observa la insubordinación hacia el Estado que impulsan los movimientos indígenas, grupos de bajos niveles de ingreso o educación, y diversos sectores marginados. Una crisis de identidad tiene lugar en un momento de incertidumbre sobre cómo protegerse frente a los avatares del entorno social, económico y político, con el fin de buscar seguridades ideológico-psicológicas que hagan más soportable la convivencia de los grupos dominados, quienes se colocan siempre a la defensiva respecto a las clases más privilegiadas y atacan a la modernidad globalizada donde predomina una identificación con los patrones de consumo y la información de carácter multicultural.

En Bolivia, reclamar por una identidad aymara, quechua, guaraní, chipaya o la identidad de cualquier nación indígena como si fuera el signo de inigualable solidez para sobrevivir en la globalización, oculta la incapacidad para producir un real esfuerzo que encarne resultados sólidos en materia de desempeño económico, educación y desarrollo humano, en comparación con otros países. Japón se orienta por similar preocupación pero con una diferencia trascendental: su identidad socio-cultural no reclama el dominio de un conjunto de grupos étnicos humillados por la colonización, sino todo lo contrario.

Japón fue una potencia imperial colonizadora que luchó por todos los medios para impedir que el catolicismo enturbiara su cultura budista. Sus patrones de conducta rinden culto al equilibro entre la naturaleza humana, el medio ambiente y lo inevitable en la vida: el dominio de unos sobre otros, la muerte, la injusticia y la necesidad de respirar un aire donde pueda realizarse cualquier esfuerzo como si lo inevitable no existiera. El objetivo es salir adelante, crear e innovar en todo ámbito. Esto es lo que permitió engranar plenamente las influencias del shogunato (la época de la dictadura militar sometida al emperador japonés), la modernidad y los códigos de conducta que provenían del mundo occidental, en función de tomar lo mejor es éste y adaptarlo a una vida productiva hasta conseguir convertirse en una potencia económica mundial.

En Bolivia, una buena parte de nuestra historia está sometida al debate sobre por qué se manifestó un “nacionalismo sin Nación”. Por un lado, el nacionalismo implicaba el fortalecimiento del Estado, sobre todo desde la Revolución Nacional de 1952, época en la que se confió en el poder transformador del mestizaje y de las instituciones estatales para lograr una república de ciudadanos porque, supuestamente, sólo el Estado sería capaz de eliminar las distinciones de castas, las jerarquías desiguales, los odiosos privilegios, las barreras culturales y las deficiencias en materia de educación.


La muerte de la nación fue declarada por el mundo indígena. Las ideologías de desprecio al mestizaje, superpusieron al indianismo o al katarismo como fuentes de las grandes identidades indígenas, pero económicamente no sirvieron de mucho. El énfasis dogmático para reivindicar lo étnico-regional como un particularismo secante no condujo al bienestar. Japón enseña que la relación entre identidad y desarrollo implica que “lo propio” representa un esfuerzo de invención y exposición a la genuina articulación entre tolerancia cultural y occidentalismo técnico, con el ánimo de competir eficazmente en una economía globalizada. Lo otro es palabrería y magro desarrollo.

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