¿Nuestra democracia en
Bolivia (y en Latinoamérica), es un sistema interesado en la responsabilidad? Si se hace un recuento
de las encuestas de opinión política más importantes durante los últimos cinco
años, puede verificarse que los análisis fácilmente dejan de lado un elemento
imprescindible: la variable responsabilidad.
¿Cómo medir este concepto que, al mismo tiempo, se convierte en valor ético?
Una reflexión sobre la responsabilidad nos conduce incluso a preguntar ¿cuál es
nuestro compromiso con el país, con la función pública y, por lo tanto, con
nuestra propia contribución desde la vida cotidiana para ejecutar una
transformación desde el yo interior?
Los principales obstáculos
La combinación entre responsabilidad y la mejor forma de
gobierno también exige revisar las teorías sobre la soberanía del pueblo. Desde
Platón hasta nuestros días, el problema fundamental era y sigue siendo el
siguiente: ¿quién debe gobernar un Estado? ¿Los mejores, el mejor de todos, es
decir, un sabio carismático? ¿Unos cuantos de los mejores, o sea, los
aristócratas, o todo el pueblo encarnado en juicio final y razón última de toda
legitimidad a la cual apelan los defensores de la realización de Asambleas Constituyentes o una dudosa refundación estatal?
¿Dónde encaja la responsabilidad de los líderes políticos y del propio pueblo
si se cometieran errores tremendos y se pusiera en riesgo la existencia misma
del país? En consecuencia, no debemos preguntar solamente quién debe gobernar,
sino cómo debe estar constituido un Estado para que sea posible deshacerse de
los malos gobernantes sin violencia, sin derramamiento de sangre y con amplios
márgenes de responsabilidad social e individual.
La democracia no es sólo una alternativa contra toda
tiranía del poder arbitrario, sino un método para evitar que un líder elegido
por el voto del mismo pueblo sea investido con poderes tiránicos. Es este
elemento lo que debe aclarar que no es suficiente emitir el voto y hablar de la
voluntad popular, sino también de valores éticos como la responsabilidad para
proteger todo mecanismo pacífico de resolución de conflictos y actuar con el
máximo de racionalidad.
Hoy, todos los discursos, tanto de la oposición como del
gobierno oficial, están plagados de ficciones con el objetivo de convencer pero
sin mostrar un serio interés para comprometerse con la responsabilidad de hacer
lo que se dice, o expresar lo que honestamente se piensa sobre una serie de
problemas. Muchos analistas también están conscientes de esto pues intentan
esclarecer a la opinión pública con diagnósticos y críticas en torno a los
alcances de la corrupción política pero, finalmente, todos evitamos descorrer
la cortina, mirar de frente a la verdad o a las mentiras porque hemos llegado a
un extremo donde tenemos miedo de la responsabilidad. Ser responsable con la
democracia y la ética personal demanda sacrificios para renunciar a nuestras
vanidades o incluso perder el poder.
Actualmente,
la contradicción de la democracia boliviana es apelar a reformas y legitimidad
popular pero escondiendo nuestras verdaderas intenciones cuando se trata de
opciones de poder. Ser responsable significa dejar de lado el cálculo de los
operadores políticos, los intereses estrechos y la distribución indiscriminada
de cuotas de poder, que nunca termina, bajo el rótulo de gobernabilidad. ¿Es esta una tendencia también en toda América Latina? Posiblemente.
Muchos
jóvenes tecnócratas y cierto tipo de intelectuales del status quo saben muy
bien hacia dónde nos está llevando esta danza de irresponsabilidad con el país
y el sistema democrático pero callan, impotentes, al ser derretidos por
recompensas como asesorías y sutiles persuasiones sobre futuros coqueteos con
el privilegio, bajando la guardia de la responsabilidad porque han sido
cautivados por la arrogancia desde su altivez.
En las
noticias se ventilan verdades a medias. Nada está claro porque todo implica un
frío pronóstico sobre cómo mantener las alianzas con los partidos más útiles
para resguardar compromisos inmediatos y de corto plazo. El escenario mediático
ha desplazado por completo los problemas relacionados con la responsabilidad
como valor político y recurso pedagógico.
Nuestras democracias en toda América Latina van cayendo en el suicidio de la farsa y la doble moral junto a las
estrategias de gobernabilidad. El sistema multipartidista, hasta ahora, no ha
limitado la formación de otros partidos porque se asumió que más partidos
podían permitir mayores posibilidades de elección, mayor crítica, menos rigidez
y más derecho de cualquier ciudadano a ser elegido. Aún así, no ha mejorado
para nada el sentido de responsabilidad en el sistema político.
Ahora
es muy poco probable que un sistema de múltiples partidos que se presta a la
formación de coaliciones, actúe en beneficio de intereses equitativos para
fomentar el cambio y la responsabilidad. Los líderes de diferentes partidos,
sobre todo cuando la pérdida de votos o adherentes no es considerable, tienden
a menospreciar el cambio o a
considerarlo con bastante desinterés. Este desprecio es sopesado como parte del
juego de la gobernabilidad, ya que
ninguno de los partidos asumirá responsabilidades claras, sino tan sólo cuotas
de poder e islas de privilegio sin compromisos mayores. ¿Por qué seguimos
tropezando con uno de los límites más despreciables de nuestra democracia: la
irresponsabilidad?
Los sistemas democráticos en todo el continente pusieron en marcha procesos de reforma y
modernización de sus sistemas políticos, obteniendo resultados loables. Sin
embargo, ningún conjunto de reformas alcanza para redefinir las prácticas concretas de una cultura política de la
responsabilidad donde el Estado consiga sintonizar con una sociedad capaz de
adjudicarse compromisos auténticos y forjar la transformación para beneficio
colectivo.
Para recuperar la capacidad de
transformación de nuestra democracia, será fundamental repensar el concepto
mismo de Estado, de orden colectivo pluralista, así como de acción política reflexiva porque, finalmente, la
responsabilidad no es otra cosa sino una sincera reflexión sobre nuestro
destino y el de toda nuestra sociedad.
La capacidad de transformación debería
apuntar, no a más o menos Estado, sino a un Estado diferente que cultive la
legitimidad y respaldo ciudadano, alcanzando una reconversión ética susceptible
de reconstruir la responsabilidad como estrategia para reconciliar ética y
política.
La tensión entre ética y política
Es fundamental desterrar aquel
razonamiento donde se afirma que muchos políticos están convencidos de que al
interior del manejo del poder, sucede lo mismo que con los toros para el
público de un circo: cuanto más perversos y bestiales, mejores.
Los últimos escándalos de abuso
político como la explotación de jóvenes soldados que cumplen su servicio
militar, así como el trauma nacional que todavía sigue vivo después de la
violencia de febrero en el año 2003 durante la caída (o golpe de Estado) del ex presidente Gonzalo Sánchez de Lozada, revitalizan la tensión entre ética y política, que no es
otra cosa que discutir cómo introducir a la responsabilidad como valor central
para el desarrollo de la sociedad política.
La distancia entre ética y política
nace porque la conducta de cualquier líder está dominada por una regla: el fin justifica los medios. Sin
embargo, no todos los fines son tan altos y absolutos como para justificar el
uso de cualquier medio, sobre todo al interior de una sociedad democrática
donde los gobernantes deben actuar siempre controlados por el consenso popular
y demostrar una responsabilidad horizontal respecto de las decisiones que
toman.
La violencia estatal y el abuso del
poder muestran una contraposición que debe ser asumida por la práctica
política: la ética de los principios,
donde el moralista se pregunta: ¿qué principios debo observar? Y la ética de los resultados, en la que los
operadores políticos se cuestionan: ¿qué consecuencias se derivan de mi acción
durante el ejercicio del juego político? En uno u otro caso, la responsabilidad
surge como un desafío inseparable. Hay que ser responsable con las
consecuencias que provienen de observar ciertos principios, así como con los
resultados de una decisión política que involucra el destino de una nación.
Este problemático equilibrio entre
la ética de los principios y la ética de la responsabilidad, señala que cuando
juzgamos nuestras acciones para aprobarlas o repudiarlas, nuestras opiniones se
desdoblan dando lugar a dos sistemas morales diferentes, cuyos juicios no
necesariamente coinciden porque la observancia de un principio moral no siempre
produce buenos resultados políticos, ni tampoco los buenos resultados se
alcanzan única y exclusivamente respetando los principios morales.
De cualquier manera, toda acción y
resultado político que se busca en democracia implica observar una ética
responsable con aquellos que van a sufrir las consecuencias de toda decisión
política. Solamente así el poder podrá sujetarse a un conjunto de reglas y
controles que le imponen límites sensatos.
Cualquiera sea el sistema de valores
que los líderes políticos acepten, la renuncia al abuso del poder y a los
beneficios ilícitos asociados con él son lo mínimo responsable que los
poderosos tienen que otorgar para hacerse aceptar como líderes y
representantes, es decir, para hacerse perdonar, finalmente, el poder que
detentan y emplean.
Un
nuevo orden político para Bolivia y, probablemente para Latinoamérica, deberá estar orientado en favor de una visión
del mundo que nos abra nuevas perspectivas donde puedan conquistarse aquellos
logros difícilmente conquistables: justicia social sin prebendalismo,
inteligencia sin desesperación, y responsabilidad sin ceguera a las tensiones
entre ética y política.
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