La corrupción es
una atracción fatal que ciega todo prejuicio encendiendo los apetitos más
ambiciosos. Es un fenómeno tan antiguo como la invención de la rueda, el Estado
o la constitución de jerarquías en una sociedad. En la medida en que la
estructura social se hace más compleja, que existe mayor división del
trabajo y se establecen categorías que son claves para la generación de
espacios para una élite, la corrupción emerge y ronda silenciosamente como el
aceite que se derrama con cuidado en el interior de un mecanismo.
Las prácticas
corruptas tienen sus propios códigos, lenguaje y técnicas. Cuentan con todo
un repertorio de previsiones estratégicas para obtener su premio, sobre todo
cuando se consigue un puesto influyente en la administración pública, o se goza
de los favores de algún cómplice que usa las oportunidades brindadas por el
poder. La corrupción es el refugio del fracasado, pero también del exitoso.
Todos, en algún momento, podemos sentir una misteriosa tentación estimulada por
secretas ambiciones. Ser ambicioso puede llevar a ejecutar los menesteres más
despreciables con tal de trepar.
El soborno es la
prueba empírica más notoria para comprobar la presencia de corrupción. Existen cuatro
tipos de soborno; por ejemplo, el soborno de transacción, que se usa para
acelerar un trámite cualquiera, muy común en América latina. No viola
directamente las leyes establecidas, sino que las hace más dúctiles. Se emplea
para ganar tiempo, lubricando todo papeleo. Este tipo de soborno es plenamente
aceptado por la mayoría de las personas, cuya conciencia cotidiana razona así:
“dado que el tiempo tiene un valor económico, el soborno de transacción otorga
un beneficio extra-situacional; es decir, un extra para el salario de cualquier
funcionario y este extra se convierte en un ingreso natural, una especie de
propina”.
El soborno que
pisotea la ley es otra influencia negativa, donde el beneficiario busca
suprimir o no aplicar una norma que lo afecta. En estos casos, cuanto más
rígida sea la norma, mayor será la tendencia a este tipo de corrupción. Su
lugar privilegiado se encuentra en toda la estructura institucional de los
ministerios estatales. Aquí, el soborno se revela como una mutua ventaja entre
un burócrata corrupto que detenta autoridad y transgrede las reglas a cambio de
dinero, y la riqueza o influencia del corruptor, que logra desmantelar la
normatividad del Estado para beneficio personal.
La compra
descarada es un soborno bastante extendido en instituciones públicas y privadas.
En estos casos se compra a las personas y no a las normas, llegándose a
constituir todo un sistema de “testaferros para la mafia”, es decir, individuos
a sueldo que cumplen las órdenes de un grupo de delincuentes o políticos,
quienes colocan a un individuo en un puesto importante mientras favorece los
intereses turbios del sobornador. La compra descarada es una manera, a veces
coactiva, de crear y conservar ciertas lealtades necesarias. Esta
característica es la que todavía identifica al patrimonialismo y prebendalismo
en la estructura burocrática del Estado latinoamericano.
El
soborno de la propia consciencia también puede ser entendido como un problema
de tiempo. Esto quiere decir que es un tipo de soborno muy curioso y difícil de
medir porque se relaciona con las imágenes de futuro que las personas
construyen en su mente. Todos nos imaginamos un futuro brillante, muchas veces al
margen de nuestras capacidades donde el factor tiempo juega un papel central.
Mientras llegue el supuesto éxito económico “más antes”, entonces sería mejor
para labrar la felicidad. Nuestra consciencia tiende a sobornarse a sí misma
pensando que, necesariamente, deben existir atajos en el tiempo con tal de
lograr dinero y prestigio a como dé lugar. Por esta razón, muchos jóvenes
profesionales, líderes políticos, empresarios y ambiciosos de todo lugar,
buscan frenéticamente las peores formas de conseguir rápidamente dineros mal
habidos.
Este soborno es muy profundo, depende del relativismo
moral de cada individuo y cae fácilmente en la trampa de considerar al tiempo
de vida profesional y acciones en la sociedad, como un escenario de competencia
brutal donde la corrupción es evaluada como si fuera una alternativa común y
hasta normal para enriquecerse e ingresar a las fuentes del poder económico,
político y social.
Podemos conceptualizar la corrupción como una actitud
y predisposición para mirar con desprecio la institucionalización del Estado y
pensar que la autoridad ejercida, representa una oportunidad para imponer
voluntades particulares por encima de la ley y la condena pública. El
comportamiento corrupto trata de aprovecharse de las debilidades estatales en
términos de control y exacerba una previsión donde se considera al futuro como
la posibilidad de conseguir beneficios, antes de prever los daños para la
democracia, la sociedad en general y la economía. El hombre (o mujer) corrupto
cree que su autoridad y manipulación de las leyes es permisible porque se
auto-percibe como alguien más astuto y con un extraño derecho a tener más que
el común de los otros individuos, o alcanzar lo que no podría conseguir por su
propio esfuerzo normal.
Hay muchas maneras de hacer dinero de manera rápida y
privilegiada. Uno de los canales susceptibles de tal propósito es la
posibilidad de echar mano de los presupuestos generales del Estado.
Desafortunadamente, en América Latina es muy fácil encontrar “errores” hasta de
simples sumas en el presupuesto de gastos. Normalmente, es después de aprobado
un presupuesto cuando surgen los indicios de “fallos de aritmética”, lo que
puede llevar a una serie de manejos turbios, razón por la cual diferentes
representantes del sector público, se ven obligados a hacer aclaraciones de
todo tipo para justificar una serie de cifras que están literalmente patas arriba.
El uso político del dinero, así como los remanentes y
cuentas secretas para algunos ministerios como los de Defensa, Hacienda e
Interior, no se pueden controlar desde el Poder Legislativo. Distintos estudios
realizados por Naciones Unidas o Transparency
International para casi todos los países del mundo, revelan que, fruto de
la corrupción, se pierde anualmente cerca de 700 mil millones de dólares. En
América Latina, algunas hipótesis consideran que las pérdidas directas alcanzan
al 3 % del PIB cada año, y otros hasta se aventuran a decir que los sobornos en
todo el mundo llegan al trillón de dólares. Cifras inimaginables pero reales a
la hora de aprovecharse de los débiles, aprovechar el poder, las influencias y
burlarse del común de la gente honesta.
La corrupción es el santo y seña del sistema capitalista
y de todo tipo de estructuras de poder. Por eso será imposible de combatirla,
ya sea democrática o legalmente. La sociedad actual estimula constantemente el
aprovecharse de los demás, a costa de manipular el poder y menospreciar a las grandes
masas, identificadas como una sarta de perdedores. El capitalismo postmoderno
ha mostrado que la crisis financiera surgida en los Estados Unidos en el año
2008, es una crisis de corrupción, descontrol y debilidad estatal que llevó a
la quiebra a muchos bancos, desprestigiando cualquier aproximación racional
para el cultivo de la democracia y la rendición de cuentas políticamente.
Mientras la sociedad del capitalismo postmoderno,
permanentemente transmita los mensajes de acumulación y ganancia de recursos
económicos y poder lo más antes posible, entonces las nociones de tiempo que
acicatean la voluntad de una gran mayoría de personas, predispondrá la conducta
a la eterna tentación de justificar cualquier delito, con tal de alcanzar el
futuro enriquecimiento ilícito.
Por
lo tanto, es necesario un enorme esfuerzo por limitar el poder de cualquier
líder, corporación, partido político e instituciones, y si alcanza la
imaginación, ver la posibilidad de transformar el sistema. De otro modo, se
pierde el tiempo porque la corrupción está debajo de cualquier mesa y en todo
país. Mirar a nuestro alrededor y pensar cinco minutos en las acciones
corruptas que nos acompañan, sería suficiente para darse cuenta de una realidad
sinceramente pútrida, además de tener frente a nosotros una sociedad enferma
con concepciones erróneas sobre el futuro salpicado de dinero sucio.
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