La destitución de
la presidenta Dilma Rousseff el 31 de agosto de 2016 es el antecedente más
nefasto para el conjunto de los regímenes democráticos en América Latina del
siglo XXI, después del golpe de Estado en Honduras aquel fatídico 28 de junio
de 2009. Nadie puede respaldar que las Fuerzas Armadas expulsen a un presidente
por medios violentos, así como es sumamente irresponsable utilizar al
Parlamento para destituir a cualquier mandatario, cuando la soberanía popular,
es decir, el voto de los ciudadanos es la única arma más poderosa y
pacíficamente establecida para cambiar gobernantes. El Senado brasileño votó a
favor de la destitución y se ganó el rótulo de golpista, extraño adjetivo a
pesar de representar la institucionalidad democrática. ¿Qué contradicción y qué
desorden? Si Dilma debía irse, había que esperar la finalización de su mandato
constitucional para que sea el pueblo quien la castigue, no un conjunto de
élites políticas, cuyos intereses oscuros tiñen de incertidumbre el futuro
democrático brasileño.
Remover del cargo
a Rousseff trae implicaciones profundas para el conjunto del continente, así
como destapa una profunda crisis política en la que está sumido el Partido de
los Trabajadores (PT) que administró el poder en Brasil por trece años. La
primera consecuencia muestra que la economía brasileña no es ningún paradigma
de éxito, ni tampoco de liderazgo mundial, como se quiso hacer creer con la
famosa sigla BRICS. Precisamente Brasil encabezaba esta sigla, con la esperanza
de equipararse a las más importantes economías que marcaban una nueva fuerza
dentro de la globalización neoliberal. Después venían Rusia, India, China y
Sudáfrica, lo cual hacía sentir cierto orgullo en América Latina para pregonar
un liderazgo fuerte, capaz de obscurecer la vieja hegemonía de los Estados
Unidos.
La realidad fue
todo lo contrario. La economía se encuentra en una recesión difícil de revertir
y el Producto Interno Bruto (PIB) brasileño apenas puede crecer al tres por
ciento anual. Es, francamente, una decepción. Ni la Copa Mundial de Fútbol
2014, ni los Juegos Olímpicos de 2016 pudieron remozar o publicitar el aparente
triunfo de un país sacudido por la desigualdad económica, la persistencia de la
pobreza absoluta que destaca en las grandes metrópolis de Río y Sao Paulo. El
gigante del fútbol y el carnaval multimillonario es incapaz de superar un
desempleo que llega cerca del once por ciento. Las generaciones jóvenes entre
18 y 28 años están embargadas por el pesimismo y la inestabilidad emocional
porque tampoco confían en la democracia.
La segunda
consecuencia negativa es política. Brasil tampoco es un buen prototipo de
democratización. La lógica de alianzas y coaliciones que parecía darle al PT
una fortaleza incuestionable, resultó ser funesta. Los socios del PT y este
mismo partido, están involucrados en casos de corrupción formidables que no
solamente involucran a Petrobras, la corporación petrolera estatal más
importante en América Latina, sino a una serie de fuentes de dinero mal habido
que financiaron las campañas políticas de la izquierda y la derecha, con el
único objetivo de sacar ventajas a espaldas de la soberanía democrática que se
expresa en las grandes masas que votan y, en el fondo, son desplazadas por
pequeñas élites en el poder político, empresarial y en la economía financiera
ligada con la globalización.
El PT es un
partido de izquierda que no pudo vencer la corrupción, ni tampoco transformarse
en una fuerza institucional donde la democracia pueda reconciliar las políticas
económicas de crecimiento vinculadas al mercado mundial, junto con políticas
sociales de redistribución de la riqueza y erradicación de la pobreza. A pesar
de los esfuerzos del ex presidente Inácio Lula da Silva en términos de gasto
social a favor de los grupos desfavorecidos, inversión en educación y discurso
encendido para impulsar la equidad como distintivo de éxito socio-económico,
hoy en día venció el desprestigio porque muchos dirigentes del PT se
enriquecieron bajo la sombra de la corrupción.
Administrar el
poder de manera consecutiva y por largo tiempo, hizo del PT un partido
vinculado con la tradicional banalidad de administrar el Estado como si fuera
una gallina de huevos de oro, antes que representar a un partido con la
habilidad para revolucionar el manejo del Estado, a partir de la eliminación de
la desigualdad. El PT es un típico partido pragmático y oportunista que puede
asumir la identidad de derecha o de ideologías socialdemócratas, da igual.
Este partido
representa, una vez más, a un instrumento político para canalizar ambiciones
personales. La crisis del PT es una de confianza y de decepción. Dilma fue
acusada, no por corrupción, sino por maquillar las cuentas fiscales para,
supuestamente, vender la imagen de un Brasil próspero. Mintió y jugó con las esperanzas
del pueblo, tal como el PT traicionó la ideología de izquierda. Esperanzas
perdidas e ilusiones rotas, terminaron con la fuerza transformadora del
gigante.
Las relaciones
entre Brasil y el resto del continente van a cambiar por el rumbo de las expectativas
desinfladas y por la desconfianza respecto a un pretendido liderazgo global.
Nadie creerá que es un modelo de desarrollo a seguir dentro del mercado
mundial. Sin embargo, es impensable que Bolivia rompa drásticamente sus
relaciones porque la venta del gas natural tiene en Brasil a uno de sus
principales compradores. Además, el gobierno de Michel Temer será sencillamente
de transición, razón por la cual cualquier país, incluida Bolivia, no podrían
modificar de un solo golpe, el conjunto de compromisos comerciales,
diplomáticos y políticos. Lo único que se transformará está ligado con la
ilusión desvanecida de un gigante que tenía pies de barro.
Lo curioso de esta
crisis democrática, constitucional y de imagen sobre los destinos inescrutables
del desarrollo, es cómo Evo Morales llamó de inmediato al embajador como una
señal de protesta contra la destitución de Dilma. Pero Morales tampoco es
ningún paradigma a imitar en materia de democracia. La izquierda del PT y el
Movimiento Al Socialismo (MAS) tienen en común el exceso discursivo para
proponer grandes cambios, aunque degeneraron en escandalosa corrupción,
continuidad en el poder sin resultados duraderos y crisis partidaria donde el
personalismo y la irresponsabilidad, echaron por la borda los sueños de una
izquierda, incapaz de articular utopía política, prosperidad económica y
transformación democrática.
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