LA DERECHA EN BOLIVIA: PÁLIDA IMAGEN



Foto: De izquierda a derecha, el ex presidente, Jaime Paz, el ex alcalde de Cochabamba, Manfred Reyesvilla y la expresión del fracaso de la derecha, el ex presidente Gonzalo Sánchez de Lozada (junio de 2002). Estos líderes destruyeron la confianza del país en torno a la economía de mercado y actuaron con un egoísmo y miopía muy grande que les costó una derrota irremediable. Hoy, estos individuos no son nada políticamente.

¿Qué significa ser de derecha, en caso de que todavía exista la posibilidad de alinear a las ideologías en torno a una polarización tradicional entre izquierda y derecha? La derecha, en este caso, implica la defensa sin concesiones de las políticas de mercado, la fuerza política de la empresa privada y el hecho de favorecer a la democracia representativa, sobre todo asentada en una concepción elitista de la toma de decisiones que busca marginar las consultas populares y todo aquello que tiene que ver con el populismo paternalista; es decir, negar que sea el Estado el supremo proveedor de todo tipo de prestaciones sociales y el actor central en la búsqueda del desarrollo.

En Bolivia también se tuvo una participación importante de la derecha que, históricamente, tomó el poder de manera pragmática entre 1985, hasta su vergonzosa caída en octubre de 2003. Por esto, han transcurrido once años desde que la derecha dejó de ser una opción viable en el ascenso a la presidencia dentro del sistema político. Su posicionamiento a la cabeza del Estado durante el llamado “periodo neoliberal (1985-2005)” estuvo fuertemente marcado por tres influencias decisivas: la primera tiene que ver con la articulación política de coaliciones de gobierno entre el MNR, NFR, ADN, MBL, MIR, UCS y CONDEPA. Supuestamente, esto garantizaba las exigencias de gobernabilidad para afianzar la elección de presidentes y otorgar así estabilidad al sistema democrático representativo. Sin embargo, estas coaliciones nunca lograron un consenso político acerca de planes de gobierno serios. Tampoco tuvieron visiones de reforma estatal a largo plazo y solamente se dedicaron a reclamar cuotas de poder clientelar para los partidos que pensaban en construir una hegemonía al margen de las demandas de una democracia más inclusiva.

La segunda influencia fue la percepción y diagnóstico equivocado que hizo la derecha sobre las condiciones de la economía de mercado, endiosando irreflexivamente las políticas de privatización de empresas y servicios públicos. Las diferentes versiones de la derecha reeditaron un viejo estilo caudillista e ingenuo: descartar, de golpe y sopetón, otras formas institucionales de la democracia como el referéndum, las asambleas constituyentes y el control social en presupuestos participativos, descalificando las ideologías indianistas y todo tipo de concepciones que legitimen de mejor manera la toma decisiones gubernamentales. La derecha fue elitista en exceso, prebendal con sus correligionarios y poco consecuente con la modernización de sus partidos que siguieron siendo máquinas para canalizar intereses personales.

El tercer aspecto que marcó buena parte de las gestiones gubernamentales de la derecha: las administraciones de Víctor Paz Estenssoro (1985-1989), Jaime Paz Zamora (1989-1993), Gonzalo Sánchez de Lozada (1993-1997, 2002-2003), Hugo Banzer (1997-2001), Jorge Quiroga (2001-2002) y Carlos Mesa (2003-2005), fue su estilo de liderazgo: no convertir sus estrategias presidenciales en mecanismos que sean más receptivos hacia el carácter multicultural e indígena de la ciudadanía democrática. Estos gobiernos representaron a una ideología conservadora en el momento de imponer diferentes políticas públicas, fueron extremistas en la privatización y poco flexibles para reformar las instituciones democráticas con capacidad de gestión sin caer en atolladeros autoritarios

El discurso político de la derecha se hundió en el desprestigio porque las grandes masas del país creyeron que el modelo neoliberal nos entregó al endeudamiento, al estancamiento productivo, a la estigmatización de ser un país indígena sin posibilidades de modernización homogénea y a la burocratización de un Estado centralista que nunca se reconciliaba con la diversidad del pueblo. La derecha perdió iniciativas hegemónicas y se negó sistemáticamente a incorporar en sus visiones de futuro a los valores de igualdad de oportunidades, dignidad, equidad, institucionalidad e interculturalidad.
  
En todas las coaliciones de la gobernabilidad neoliberal reinó un ambiente de pugnas internas por fracciones de poder. La derecha exageró la evaluación del país para llamar la atención popular y aparecer como los superiores que estaban destinados a dominar el Estado porque tenían mejores instrumentos y conocimientos. Todo representó una quimera. Nunca fueron una fuerza unida y bien articulada. La derecha no pudo controlar a sus socios políticos en función de compromisos futuros y lealtades legítimamente democráticas. Las coaliciones fueron débiles para estructurar un solo plan de gobierno debido a la ausencia de mecanismos de coordinación política. Cada partido eran una isla que buscaba sacar provecho inmediato y unilateral.

A la derecha le faltó una capacidad de control racional y estratégico del Estado. Aplicaron algunas directrices de la economía de mercado junto con objetivos gubernamentales extremadamente generales y ambiguos. La derecha tiene una profunda crisis de credibilidad ideológica, abandonó la innovación y la renovación de líderes, dejando de transmitir una imagen de dirección al no presentar metas y propuestas precisas de consolidación democrática. Lo que queda es únicamente una lista de intenciones sobre reformismo democrático y retóricas que apelan a la igualdad y lucha contra la pobreza que ya no responden a las demandas de una sociedad hastiada con las caras de Paz Zamora, Tuto Quiroga, Doria Medina y Sánchez de Lozada. La derecha está ante su peor crisis de identidad política e ideológica.

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