Cada
día nos invade más el desánimo del escepticismo y se ha hecho una costumbre
estar sofocados por noticias sobre todo tipo de crisis. A la hora del almuerzo
o en el noticiario nocturno, diferentes reportajes describen el estado fatal en
que se encuentran la educación, familia, juventud, matrimonio, etc. A este
estado de cosas, normalmente acompañan un par de conclusiones patibularias y,
sobre todo, son detectados los “culpables” destacándoselos con letras
mayúsculas porque la lógica de víctimas y victimarios es el emblema para poner
en marcha un torbellino de angustias del que suele alimentarse la sociedad
contemporánea.
Para
muchos, todo está fuera de control ya que la normatividad parece disolverse
como un copo de nieve calentado por el fulgor de las transgresiones. Otros
creen que estamos ante una encrucijada sin posibilidad de alternativas,
temiendo que en cualquier momento quedemos atrapados en una emboscada. Nada
está tan hondamente arraigado en nosotros como el deseo de una ley del
equilibrio en la temperatura moral; es decir, la súplica obsesiva para que el
mundo en que vivimos gire hacia un estado de cosas donde el mérito y el
trabajo, la culpa y el pecado se paguen; donde el mal sea castigado como se
merece y el bien encuentre su premio decisivo; donde surja el día para que se
ajusten las cuentas con toda injusticia; en fin, un estado en el que los
valores humanos alcancen su plena y definitiva realización.
Todo
el mundo habla de la crisis de los valores; sin embargo, ¿pueden ser realizados
plenamente los valores humanos que nosotros reconocemos? ¿Se mueve la historia
en una dirección determinada, la cual promete una compensación última y una
justicia universal? ¿Estamos abandonados en la fosa común donde el destino es
una fatalidad?
La
historia de las religiones del mundo muestra innumerables respuestas a aquéllas
preguntas, pero también la política porque aún sin apelar a Dios resulta
posible consolar a los hombres con la promesa y de un final feliz hacia el que
se encaminan los sufrimientos y fatigas; tanto la teología como la política
(sucesora de la religión en la sociedad moderna) nos encierran en el agujero
negro del más allá gratificante y del juicio final histórico.
Quienes
hablan de la crisis de valores piensan que éstos están desapareciendo
vertiginosamente y, por lo tanto, sería necesario inventar nuevos valores
portentosos para sentirnos seguros. En el fondo, se trata de una obsesión para
entregarse a nuevos dogmas. Tal como lo afirma el escritor español Fernando
Savater, “los valores no se están destruyendo, están ahí, puesto que existen
tantos como monedas tiene uno en los bolsillos”. La vida de mucha gente se
mueve más bien en dos sentidos: por un lado, existe el riesgo de perder los
valores presentes a cambio de los valores últimos de un más allá esperado, los
cuales son mejores pero posiblemente ilusorios; por el contrario, hay quienes
piensan en el riesgo de perder valores mayores por dilapidar la vida en los
valores del día. Preguntémonos entonces: ¿vale la pena esperar el juicio final,
o todo da igual pues la vida no es más que un desengaño?
Detrás
de las concepciones apocalípticas y aquel miedo sobre la crisis de los valores,
existe la idea, pesimista y optimista al mismo tiempo, de que en la historia de
la humanidad nada ocurre en vano, nada puede perderse, y todo sufrimiento es
cuidadosamente anotado en el registro de la historia o de la misteriosa lógica
del universo, creciendo así la esperanza de obtener beneficios para las
generaciones futuras. Esto favorece la pereza, el conservadurismo y la desidia,
de tal manera que algunas ilusiones se convierten en un escudo protector,
detrás del cual podemos esconder nuestra pasividad frente a los auto-reproches
y frente a la crítica racional.
Creer
en el juicio final o pensar en que las cosas que sufrimos tienen un fundamento
después de todo inevitable, es un intento de encontrar respuestas fuera de
nuestra propia vida, un sostén que es un Absoluto; es decir, dogmas y un puñado
de certidumbres hechas a medida. Surge entonces la cuestión de en qué medida el
individuo puede o no puede resistir a los influjos independientes de él y qué
determinan su conducta. Hasta qué punto el individuo es responsable de su
conducta o atribuye esa responsabilidad a otras fuerzas sobre las que no tiene
poder.
Vivimos
el peligro de la irresponsabilidad como modo de vida, ya que la tendencia a
encontrar seguridades de todo tipo oculta el creciente apego a responsabilizar
a otros por la pesada carga que llevamos a lo largo de nuestro camino. Cada vez
se impone más la tendencia a encontrar culpables, allí donde éstos son
necesarios para eximirnos de nuestros errores o, en caso contrario, para
arrimarse al regazo de líderes carismáticos y poderosos tratando de reconstruir
un mito del refugio.
Así
se descubre la naturaleza deleznable, ambigua y contradictoria de la voluntad
humana, pero ahora más que nunca no debe perderse el sentido de la
responsabilidad personal, sino tomar la decisión a favor de una visión del
mundo que nos abra ciertas perspectivas para hacer coincidir elementos
difícilmente conciliables como coraje sin fanatismo, inteligencia sin
desesperación y esperanza sin ceguera.
El
recurso más apto para combatir la irresponsabilidad es la ética como una
alternativa humana, que es un intento racional de averiguar cómo vivir mejor y
organizar nuestra existencia, huyendo de la estática asfixiante de un orden de
cosas que evita tratar a las personas como a cosas y a las cosas como a personas.
La ética permite inventar nuestra vida y no simplemente vivir el proyecto que
otros han inventado para uno. La ética viabiliza la responsabilidad con uno
mismo.
La
ética recupera la noción de libertad y amor propio, dejando a un lado cualquier
pesimismo siniestro. Algunos replicarán: estamos tan profundamente programados
por la naturaleza y la sociedad que se hace imposible ser libres o elegir cómo
vivir mejor sin recurrir a la autoridad o a un ser omnipotente. Como lo afirma
Fernando Savater, “por mucha programación biológica o cultural que tengamos,
los hombres siempre podemos optar finalmente por algo que no esté en el
‘programa’; podemos decir sí o no, quiero o no quiero, (…) nunca tenemos un
solo camino a seguir sino varios; todos podemos inventar y elegir en parte
nuestra forma de vida, pero claro, ser libres para intentar algo no tiene nada
que ver con lograrlo indefectiblemente, pues no es lo mismo la libertad – que
consiste en elegir dentro de lo posible – que la omnipotencia – que sería
conseguir siempre lo que uno quiere, aunque pareciese imposible –; la libertad
es decidir pero también, darse cuenta de lo que uno está decidiendo”.
Hay
gente que viviría tranquilamente, siempre que sean otros quienes administren su
libertad, acostumbrándose a decir: como no somos libres, sino más bien víctimas
de las circunstancias azarosas, no podemos tener la culpa de nada y tampoco deberíamos
arriesgarnos por algo.
La
ética es una crítica y un arma para destruir estos problemas, rescatando un
complemento imprescindible de la libertad: la humanidad de nuestra existencia.
Lo que hace humana a la vida es el acompañamiento de otros seres humanos:
hablar con ellos, pactar y pelear, siendo respetado o inclusive corriendo el
riesgo de ser traicionado, amando, haciendo planes, o sencillamente sintiendo
la presencia de los otros. La ética mal puede servir para saber cómo
alimentarse mejor o cuál es la manera más aconsejable para protegerse de una
dictadura. No dice nada acerca de qué hacer para lograr el crecimiento
económico.
La
ética debe recuperarse para vivir una vida más humana, frente al tiempo nublado
que ahora parece acosarnos como si fuera una tormenta destructiva. La mayor
ventaja que puede obtenerse de la ética es el afecto de un mayor número de
seres libres y responsables consigo mismos. La responsabilidad ética recupera
la compasión por los otros, con el fin de ofrecer y acceder a múltiples
oportunidades. Para entender a los otros, no hay más remedio que apreciarlos en
su humanidad y ser capaces de conseguir una justicia ética, junto a una
compasión justa.
Los
que quieren destruir su responsabilidad ética, como parece ser hoy la nueva ola
del egocentrismo insaciable, dejan de ser libres y se convierten en marionetas
del placer y la propaganda. La oportunidad que ofrece la ética es comprender
que aceptando el sentido de responsabilidad, es posible darse cuenta de que
cada uno de nuestros actos nos va construyendo, definiendo, inventando y
ofreciendo soluciones dentro de una sociedad más humana.
La
ética apuesta a favor de una vida que vale la pena ser vivida por medio de la
libertad y el uso reflexivo de la responsabilidad. Estos intentos buscan
nuestro propio bien, a través de un camino personal. Este reto es una
oportunidad para dejar de pensar que estamos en una época perdida (pues siempre
nos tocará vivir momentos difíciles). Por el solo hecho de existir, gozamos de
una oportunidad para cambiar y ejercer nuestra libertad. Cambiar es, en gran
medida, crearse a sí mismo, ética y responsablemente.
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