PEDOFILIA, IGLESIA Y PERDÓN DE LOS PECADOS






       Siempre hemos escuchado que sólo dios sabe lo que realmente ocurre en el corazón de los hombres. Inescrutable muchas veces, ambigua, conflictiva y temeraria en otras, la vida de cada uno de los mortales transcurre en medio del horror, los delirios de grandeza y la posibilidad de cometer las atrocidades más grandes dignas de vergüenza. ¿En qué momento llega la reconciliación entre esta mortal humanidad y aquella fuerza divina o sobrenatural que nos confirma nuestra pequeñez, permitiéndonos reconocer la supremacía de dios para después acurrucarnos apaciblemente en la fe, el perdón de los pecados y la inexplicable convicción de que pertenecemos a un más allá, a un origen enigmático?

         Los conflictos entre el corazón y el espíritu, entre la tentación del placer y la salvación eterna constituyen los nudos centrales en cualquier religión. Por esto, la crisis actual de la Iglesia católica en el mundo no solamente expresa un serio conflicto legal con aquellos sacerdotes acusados de pedofilia y abuso sexual, sino que refleja despiadadamente el tiempo actual en el que vivimos donde prácticamente es imposible vivir conforme a las enseñanzas de Jesucristo o mantener firme una fe que, hoy día, resulta carente de sentido pues acaba convirtiéndose en un concepto vacío y en una tensión angustiosa.

       Es inútil minimizar los extremos despreciables a los que llegan los escándalos sexuales de la iglesia Católica. Las noticias empezaron a inundar las páginas del New York Times y el Washington Post ya desde octubre de 2001 y el patológico caso del sacerdote John J. Geoghan en Boston no es el único como pretenden afirmar algunos curas, al referirse a los abusos sexuales de “un” clérigo pervertido, como si fueran casos excepcionales. El abogado Jeffrey Anderson se convirtió en la figura más notoria que ha representado a 490 personas como víctimas de acoso sexual y pedofilia perpetrados por clérigos. El jugoso caudal por reparación de daños y perjuicios también ha permitido que Anderson acumule más de 60 millones de dólares, directamente desembolsados por la iglesia.

        Las reuniones entre los Papas Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco con diferentes cardenales estadounidenses, han provocado un intenso debate sobre si se debe poner en marcha la política de cero tolerancia para los sacerdotes implicados, o dejar la puerta abierta para el perdón de algunos conforme a las enseñanzas del evangelio, el arrepentimiento y una segunda oportunidad a favor de quien se ponga en penitencia. Sin embargo, esto no ha mostrado sino la hipocresía de la jerarquía eclesiástica cuya oculta finalidad, es “hacer creer” que se está haciendo algo correcto cuando, en el fondo, solamente se trata de no tocar las viejas estructuras eclesiales. Los casos de pedofilia cometidos por sacerdotes católicos están regados por todo el mundo.

La noción de “cero tolerancia”, revela también que en algún momento sí se disimuló sin miramientos la sucia conducta de muchos sacerdotes, encubiertos inclusive por algunos obispos. Esto, de hecho, pone fin a cualquier debate significativo para encontrar soluciones a la crisis. El obispo Thomas Daily, el cardenal Bernard Law, ambos de Boston, y el cardenal Edward Megan de Nueva York, callaron como sepulcros blanqueados, no sólo las denuncias de aquellas familias cuyos hijos fueron abusados, sino que ratificaron en sus cargos a los clérigos delincuentes aún a pesar de que representaban un peligro para los niños e incluso conociendo informes psiquiátricos sobre el comportamiento desviado de varios sindicados.

Muchos perpetradores afirman que no renunciarán a sus cargos después de tal “negligencia”, cuando hay que referirse a estos hechos como delitos. El conflicto entre el espíritu y la carne se resuelve una vez más en beneficio de lo terreno, a favor del poder, el prestigio y la autoridad de aquellos ilustrísimos que en ningún momento practicaron el temor de Dios para evitar semejantes encubrimientos. El catolicismo tampoco promueve un debate teológico que permita repensar el valor del perdón, la vocación de renuncia, el sacrificio en el ministerio sacerdotal, ni la protección de la fe de millones, decepcionados e inermes frente al hielo abstracto de sus convicciones.

Todas las discusiones sobre una eventual modernización de la iglesia giran en torno a lavar su imagen, recuperar credibilidad doctrinaria, evitar perder millones en contribuciones (dinero) y gentilezas de caridad provenientes de los ricos, permitir el ingreso de homosexuales, abandonar el celibato y los cuentos chinos sobre la virginidad. Cuan poco se dice acerca de la imposibilidad de reconciliar la fe cristiana con la complejidad de un mundo que destruyó para siempre la dualidad entre infierno y paraíso, libertad terrenal y redención divina, indulgencia y venganza. Lo único que queda por hacer es contemplar con desengaño la frase que, posiblemente, Cristo mismo pronunció desde en la cruz: padre perdónalos porque la iglesia ya no sabe lo que hace.

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