PAZ EN COLOMBIA: ¿QUÉ FUE DEL SUEÑO ARMADO?



Toda esperanza por alcanzar la paz, llena de alegría y deslumbra cualquier voluntad para mirarnos una vez más como seres humanos. Uno al lado de los otros, respetándonos y dándonos siempre una oportunidad para abrazarnos, saludarnos como amigos y pensar que podremos contar con alguien cuando así lo necesitemos. La paz es un aire fresco de tranquilidad que nos hace vivir plenamente y, por esto, los históricos acuerdos de paz firmados en Colombia el 26 de septiembre de 2016, no solamente pusieron fin a un largo camino sangriento que duró cincuenta años, sino que hoy día obligan a pensar en lo inútil, demasiado costoso y nihilista que resulta ser la organización de grupos armados para tomar el poder.

Quizás lo más relevante para evaluar un acuerdo de paz sea el análisis de los alcances huecos que implica la lucha armada. ¿Cómo aprecian la paz aquellos que decían jugarse todo con el fin de transformar el mundo? Resulta irónico, casi absurdo, por no decir simplemente necio, escuchar los aplausos de varios ex militantes de la izquierda marxista revolucionaria que gritaban eufóricos para colocarse a favor de los acuerdos de paz, cuando en sus épocas universitarias y adolescentes, se embriagaban con las estrategias del foco guerrillero, obnubilados por la figura del Che que todavía cuelga como una insignia o marca registrada en sus oficinas, supuestamente para rendir culto a un héroe rebelde. El Che jamás habría apoyado la paz en Colombia. Es para morir de risa. Hoy día como ayer, aquellos que defendieron la lucha armada, jamás pensaron en el costo humano y vacío al que conducen los experimentos de un conflicto armado.

También están aquellos hombrecillos de convicciones débiles, mediocres o seguidores de ovejas. Si el viento soplaba hacia la izquierda y se podía ganar alguna ventajilla sin estar plenamente esclarecido sobre mayores esfuerzos, aplaudían también la propuesta de impulsar la revolución violenta, aunque se hubieran orinado de pánico en sus pantalones al ver un agota de su propia sangre. ¿Qué pueden decir con argumentos claros, ideas sensatas y conducta ética los revolucionarios de papel, a sus hijos en este siglo XXI sobre el papel de la lucha armada? Quizás junto a unas cervezas, buena comida, un cigarro y la tranquilidad del hogar, podrían expresar que “no vale la pena”. Todo fue sólo pose o impulsividad irresponsable pero con consecuencias nefastas.

Desde el entrenamiento militar, la disciplina corporal para aguantar una campaña militar, hasta la necesaria transformación de la conciencia que se anime a matar, asesinar e inmolarse por razones tácticas o ideológicas que liquiden al enemigo, el tipo de persona que enaltece la lucha armada es un ser subnormal. Declarar la guerra, sabiendo que todo engloba un sacrificio de dudosa recompensa espiritual o ética, es una decisión delincuencial. En algún momento, un conjunto de recompensas materiales atrajo al grupo armado, pero no satisficieron el aliciente inicial que, aparentemente, era el fundamento de la revolución: la transformación social, económica, cultural y política que otorgue una verdadera emancipación.

La guerra es un campo de batalla donde se vive o muere. ¿Realmente un ser humano que se precie de tal puede ver en las armas, la violencia y la sangre, una ventana hacia diferentes formas de liberación? De ninguna manera. Las armas son instrumentos de mal agüero cuando son utilizadas a tontas y a locas. Por lo tanto, la guerra o revolución armada es un asunto tenebroso y da miedo pensar que haya hombres y mujeres que puedan apoyarla sin reflexionar sobre el sufrimiento, la muerte, la extorsión, las heridas del alma, los lisiados, la venganza y, en fin, un abanico de sinsentidos que jamás justificarán el logro de resultados positivos.

La lucha armada degenerará siempre en delincuencia y traición de los principios o valores revolucionarios, puesto que el instinto de autodestrucción y supervivencia en cualquier empeño violento, hará que predomine la fiereza. Las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) financiaron su larga lucha insulsa con el narcotráfico, el secuestro, los crímenes de lesa humanidad que cometieron y, por último, se quedaron en la puerta del baño: no tomaron el poder porque sencillamente no podrían conducir un Estado donde se requiere una legitimidad popular que no descansa en las armas.


Los acuerdos de paz enseñan que todo revolucionario es un ser primitivo. Un pobre tipo que debe avergonzarse por no haber muerto glorificado al buscar el comunismo y, asimismo, tendría que abochornarse al contentarse con pegar la imagen del Che en una época donde su propia hipocresía ideológica le hace ver que la lucha armada fue una completa estupidez.

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