VEINTICINCO AÑOS DE LA CAÍDA DEL MURO: MÁS ALLÁ DE LA IZQUIERDA Y LA DERECHA



A veinticinco años de la caída del Muro de Berlín (1989-2014), las principales diferencias históricas entre la izquierda y la derecha, tienden a estar casi completamente disueltas. Especialmente porque algunos patrones de comportamiento difundidos por la democracia como cultura política, consiguieron compatibilizar diversas ópticas, de manera que aquello defendido por la izquierda como equidad y justicia social, también terminó por articularse con lo que la derecha identificó en términos de progresismo: respeto de todos los derechos en la Constitución y el reconocimiento de la participación de diferentes clases sociales, grupos étnicos, e incluso la lucha de las mujeres para erradicar el patriarcado.

Las viejas polarizaciones dejaron de ser violentas e irreconciliables porque los sistemas democráticos sugieren que el posicionamiento izquierda-derecha juega un papel tolerante muy significativo, pues permite el reconocimiento y la legitimación del desacuerdo político pero sin la pugna de modelos utópicos de sociedad y economía. Actualmente pervive una identificación ideológica cuyo objetivo es delimitar algunas aspiraciones y principios, sustentados en la necesidad de aportar visiones de mundo siempre diferentes. Sin embargo, también ha ido desapareciendo todo debate respecto a cómo pensar un proyecto revolucionario.

La crítica en contra de la propiedad privada como el origen de cualquier desigualdad y forma de explotación, también fue relativizándose o ablandándose para convencer a los revolucionarios de izquierda que inclusive los obreros y campesinos podían convertirse en pequeños propietarios con derechos de ciudadanía, abiertos al goce del acceso al crédito y a los beneficios de algún tipo de patrimonio para combatir la pobreza, al mismo tiempo que es posible impulsar el crecimiento económico afincado en el camino hacia la propiedad para las grandes mayorías.

En los procesos electorales, tanto izquierda como derecha asumieron, por igual, todas las demandas que provienen de los sectores privilegiados o de las élites, comprendiendo la necesidad de combinar las demandas de la clase obrera, con la de los jóvenes, las mujeres, las comunidades indígenas, etc. Cada uno de los votos vale para llegar el poder o tener algún tipo de representación parlamentaria. Esto es una norma evidente para cualquier partido o ideología en elecciones democráticas.

La posibilidad de tomar el poder no es, en el fondo, una ruta custodiada por las fuerzas revolucionarias como si fueran ellas quienes representan la única legitimidad. En realidad, la legitimidad de la izquierda y la derecha en el siglo XXI está sujeta a la capacidad de interpelar e identificarse con la “universalidad” de las demandas sociales, económicas, políticas y culturales. La predestinación mesiánica del proletariado como el insuperable sujeto revolucionario que reemplazaría a la burguesía y liberaría a la humanidad, es una concepción totalmente vetusta porque son ahora los intereses y la articulación de múltiples demandas democráticas, las que definen la lucha política. Esta lógica para representar a una universalidad de demandas deshace las diferencias entre izquierda y derecha.

En la búsqueda del crecimiento económico, izquierda y derecha también se inclinan por borrar sus diferencias. Nadie reivindica el sometimiento a una clase social superior: el proletariado como sujeto histórico transformador, o el empresariado como creador de empleos y dinamizador excepcional de la economía. Los acontecimientos económicos requieren, tanto de la regulación de los mercados por medio de un Estado con fuerte autoridad, como de una apertura en las políticas comerciales hacia las estructuras insaturadas por la globalización. Los sectores sociales empobrecidos podrían sentirse atraídos por los valores del socialismo como una promesa de sociedad más justa pero mientras asegure la prosperidad material en términos de una economía productiva. El socialismo dejó de ser una convicción donde la historia estaba condenada a que el capitalismo desaparezca en medio de un destino catastrófico.

Un tipo de socialismo sin el catastrofismo de la Guerra Fría y la lucha armada, puede también integrarse con la esperanza de una sociedad democrática que afirme plenas libertades y el funcionamiento de un Estado protector de derechos. La libertad de elegir democráticamente qué gobierno será mejor, se une al deseo de tener un orden social que provoque respeto por las leyes y obtenga una emancipación, no de la explotación de clase, sino una emancipación libre de pobreza y sin abusos por parte de las élites más poderosas y los grupos privilegiados.

Los valores de un régimen democrático que incorporó algunos fundamentos del socialismo, atesora la libertad, igualdad, comunidad, fraternidad, justicia social y una sociedad sin discriminación de clases. Pero no es posible rechazar la prosperidad del crecimiento económico ligado al capitalismo, porque una parte del bienestar material se conecta con la búsqueda de una sociedad justa que exija democracia para todos. Izquierda y derecha deben, necesariamente, enfrentar y proponer políticas para una útil y efectiva distribución de la riqueza.

La izquierda, de cualquier manera, dejó de proponer diferentes formas absolutistas de “pensar utópico”. Las utopías, no como una misión militar, sino como imágenes de un mundo más magnánimo, sirven de mucho para impedir que toda democracia caiga en una deshumanización. Las críticas de izquierda evitan que las convicciones democráticas sean reducidas a estimular solamente la participación electoral mediante el voto, oponiéndose así al progresismo como horizonte instrumental de estabilidad y satisfacción con beneficios materialistas. Democracia, izquierda y toda lucha por resguardar los derechos humanos, aceptan la idea del socialismo pero meditando en cómo lograr una nueva sociedad que limite drásticamente las formas de dominación violenta.

En el siglo XX, el socialismo radicalizaba su posición al creer que la dictadura del proletariado era la razón de ser de un Estado autoritario. El radicalismo, a su vez, amplió sus pretensiones políticas con las propuestas de lucha armada para destruir a la sociedad burguesa occidental. El problema radicaba en la ausencia de una propuesta económica alternativa a la del capitalismo industrial avanzado. Las concepciones sobre la revolución armada, carecen de un planteamiento de reconstrucción del orden político y económico para evitar el caos y, por lo tanto, para preservar lo que significa el desarrollo: políticas públicas para llevar adelante la salud, educación, empleo, protección del medio ambiente, vivienda, comercio internacional, etc.

La imagen del socialismo logró sobrevivir como una especie de contrapeso al incremento de la desigualdad y las injusticias económicas que traen las políticas de mercado. Es decir, en el siglo XXI todavía se podrían generar procesos revolucionarios, ya no para la destrucción completa del viejo orden capitalista, sino para fomentar un socialismo donde el Estado utilice políticas públicas de protección social para los grupos más vulnerables, fomentando la educación socialista que propugne la eliminación de todo tipo de desigualdades, en la medida en que éstas generan una sociedad antidemocrática. De aquí proviene la gran influencia de los regímenes democráticos que substituyeron a los métodos violentos de revolución, presentando otros planteamientos que incorporaron algunos valores socialistas, pero dentro del fortalecimiento de los derechos ciudadanos y el reconocimiento de una economía productiva de corte capitalista-competitivo.

La concepción comunista que imperó en la desaparecida Unión Soviética, se enclaustró dentro de una economía autogestionaria y estuvo distorsionada por la ideología que no le permitió generar competitividad, exportar bienes y otorgar buenos servicios públicos. En una economía planificada y centralizada, el Estado perdió la batalla al no mantener la productividad ni la capacidad para generar nuevos espacios de producción donde los obreros tengan claros beneficios de una vida mejor. Los experimentos comunistas ligados a la ideología de izquierda, impulsaron un tipo de igualitarismo social con carácter obligatorio y terminaron devorando las estructuras del ideal socialista con la quiebra económica. Al no brindar un modelo alternativo de productividad y economía, sucumbieron. Entretanto, los procesos de democratización retoman los objetivos del crecimiento económico, instando a la izquierda y la derecha a disipar sus diferencias con el fin de adaptarse al mercado mundial.

El viejo radicalismo comunista de alto contenido dogmático, entendió que la fase última del capitalismo terminaría en la hecatombe de sus procesos productivos y de todo el sistema financiero. La ideología de izquierda en el siglo XXI abandonó toda tesis sustentada en criterios apocalípticos porque el capitalismo, para desventura de las concepciones radicales, no se detuvo sino que evolucionó y se transformó constantemente. Hoy en día, las estructuras financieras coadyuvan en la creación de utilidades económicas, junto a la expansión de grandes empresas multinacionales que, a su vez, son un componente fundamental en la balanza comercial de muchos países ricos y pobres. La izquierda se ha contentado con proteger un Estado de Bienestar que brinde servicios públicos baratos y posea la capacidad para inducir algunas políticas de control que constituyen una especie de analgésico en el termómetro de la regulación de los mercados internos.

Ante esta situación, la esperanza del socialismo también se transformó y reorientó sus esfuerzos hacia el juego de la democracia burguesa como método electoral para llegar al gobierno. De esta forma, la democracia liberal está reconocida como régimen político en casi todos los textos constitucionales del mundo. En América Latina, por la influencia del enciclopedismo o racionalismo de la revolución americana y francesa, impregnó los modos de gobernar y las estructuras institucionales que también son de inspiración liberal hasta nuestros días, posibilitando un tipo de comunicación entre el socialismo y la democracia.  Los conservadores, liberales, derechistas e izquierdistas, en definitiva, llevaron adelante un sistema político multipartidista que la misma democracia permitió corregir como instrumento, dejando de lado la lucha armada, cuyo fracaso es autocríticamente asumido por varias posturas socialistas, progresistas y nacionalistas.

Las ideas socialistas también se han transformado como consecuencia de los problemas medioambientales, el cambio climático y nuevos conflictos internacionales de carácter étnico, religioso y otras formas del terrorismo que dejaron atrás la interpretación de la historia en términos únicamente de la lucha de clases. Asimismo, la derecha aprendió que el liberalismo político está fuertemente atado a un tipo de ciudadano con un alto sentido de responsabilidad, donde la regulación de los mercados no es el único objetivo para la democracia, sino el robustecimiento de un control moral que proteja a los más débiles dentro del sistema social, económico y político.

El mundo tiene una explosión de identidades políticas luego de la caía del Muro de Berlín. La desaparición del socialismo en Europa del Este y la destrucción de la Unión Soviética, no solamente expresan las formas en que la historia aplasta cualquier ilusión política, sino que la democracia y los derechos de participación, siguen siendo el mejor sucedáneo para cualquier fundamentalismo o la búsqueda del perfeccionismo obligatorio en la sociedad y en el manejo del poder.

En el siglo XXI, las posiciones de izquierda y derecha conviven junto a la economía capitalista, el potencial democrático de los movimientos sociales y el hecho de abandonar los radicalismos utopistas. Ricos y pobres buscan el mejoramiento de sus condiciones de vida, al mismo tiempo que los gobiernos democráticos, prácticamente obligan a la izquierda y la derecha a reconocer que la existencia humana tiene múltiples propósitos de emancipación, diferentes del éxito material. El ejercicio ideológico de hoy parece impulsar una existencia moral y el control de los propios deseos consumistas, por medio de la moderación, la capacidad reflexiva, la compasión y el igualitarismo político donde florezcan cuantos derechos y responsabilidades sean necesarios.

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