ECONOMÍA POLÍTICA DEL DESARROLLO ECONÓMICO Y LA DEMOCRACIA: EL PROBLEMA DEL MERCADO Y EL PAPEL DE LOS EMPRESARIOS EN EL PODER


Democracia y desarrollo: ¿convergencias o divorcios enigmáticos?
Las relaciones entre la democracia y el desarrollo económico constituyen otro escenario político de múltiples problemas, convergencias y divorcios. En el siglo XXI, los datos históricos en América Latina y Europa del Este no permiten emitir un juicio definitivo sobre las ventajas que la democracia brinda al desarrollo económico y viceversa. Una de las preguntas centrales podría ser: ¿cuáles son las consecuencias políticas del bienestar material moderno y si la democracia contribuye directamente al establecimiento de un Estado de bienestar duradero?
Asimismo, debemos seguir investigando ¿de qué manera las libertades civiles – aquellas necesarias para que la gente elija libremente a sus gobernantes – afectan el bienestar colectivo en otros terrenos?; es decir, más allá de la esfera política, dando lugar a una reflexión sobre las consecuencias materiales de los regímenes políticos. El desarrollo implica una identificación de la población con los procesos de modernización y con una meta final: la modernidad que equivale, al mismo tiempo, a tener oportunidades de empleo y satisfacción plena de las necesidades básicas.
El desarrollo incluye, por lo tanto, el concepto de crecimiento económico junto con cierta distribución de la riqueza y el acceso de la mayor parte de los ciudadanos a servicios básicos. Este concepto entra en conflicto, sin embargo, con la explotación irracional de los recursos naturales; por lo tanto, los conceptos de desarrollo y crecimiento económico poseen un contenido ideológico ligado a la sociedad moderna y al sistema de producción capitalista donde la maximización de los beneficios y el estímulo para lograr avances tecnológicos, adquieren mayor peso colocándose por encima de los problemas culturales y los fines de una democracia como régimen político.
En los debates sobre democracia y desarrollo económico saltan a la vista dos posiciones. Primero, aquellas donde se juzga a la democracia como un lujo que puede ser ofrecido solamente después de haber alcanzado un alto nivel de desarrollo. Algunos investigadores pensaban que cuanto más democracia existía, había mayores probabilidades para desviar recursos hacia el consumo antes que hacia la inversión, razón por la cual si los países subdesarrollados o pobres buscaban un verdadero despegue económico en términos de crecimiento, debían limitar y frenar la participación democrática en los asuntos políticos.
Desde la visión de una consolidación democrática, también se asume que el fortalecimiento de las instituciones políticas y económicas debería dar lugar a la formulación de un conjunto de políticas públicas eficientes y coherentes, capaces de engendrar un ambiente de crecimiento económico estable. Una mayor institucionalidad de los regímenes democráticos se convertiría, por lo tanto, en un indicador adicional de desarrollo.
La segunda perspectiva mostraba que el advenimiento de la democracia era una etapa inexorable como consecuencia del desarrollo. Muchas veces se afirmó que la incidencia de la democracia estaba indudablemente relacionada con el nivel de desarrollo económico (medido como ingreso per cápita). Por lo tanto, no es lo mismo utilizar el concepto de democracia para estudiar sus influencias en el desarrollo económico, y ofrecer una perspectiva más operativa para los fines de medición sobre la consolidación democrática, según el escenario histórico de diferentes países.
La democracia es aquel régimen donde aquellos que gobiernan son elegidos a través de un proceso de elecciones competitivas. Esta definición tiene dos componentes: gobierno y competición en los procesos eleccionarios que, básicamente, deben corresponder a la elección del jefe ejecutivo del gobierno y de una asamblea legislativa. La competencia implica tres características: primero, incertidumbre ex ante de las elecciones (no sabemos quién ganará); segundo, irreversibilidad ex post (una vez conocidos los resultados); y tercero, que las elecciones puedan repetirse en un periodo largo de tiempo.
Por el contrario, el concepto de dictadura significa que aquellos que detentan el poder en un determinado momento se resisten a ceder el gobierno como resultado de elecciones libres. La dictadura nunca tiene la voluntad de entregar el poder a nuevos titulares después de las elecciones. Al mismo tiempo, aparecen cuatro características dictatoriales: 1) otros partidos políticos de oposición no son permitidos; 2) hay solamente un partido dominante o un gobierno militar que impone una sola fuerza política, excluyendo otras organizaciones alternativas; 3) el periodo de gobierno de la dictadura puede terminar en un sistema de partido único, o donde los demás opositores están proscritos; y 4) se clausura inconstitucionalmente el poder legislativo, tratándose de reescribir las reglas del juego (aprobación de una nueva constitución), favorables solamente a los titulares del poder que se rehúsan a dejar el gobierno. El objetivo final de toda dictadura es consolidar el temor como mecanismo destructivo que viola sistemáticamente los derechos humanos elementales.
De alguna manera, la democracia es un fenómeno exógeno (no siempre endógeno generado por el crecimiento económico per se), es decir, un Deus ex machina, tendiendo a sobrevivir si el país es moderno (en términos capitalistas occidentales) pero la democracia no es exclusivamente un producto directo de la modernización. Todas las discusiones sobre el desarrollo exógeno de la democracia hacen hincapié en las condiciones históricas y particulares en la formación de las estructuras políticas; es decir, condiciones institucionales, culturales y sociológicas que los ciudadanos van construyendo a partir de sus relaciones de poder y consenso para sancionar diferentes formas de contrato social.
El poder causal del desarrollo económico para derrumbar las dictaduras y hacer florecer la democracia sería muy pequeño. El nivel de desarrollo, medido en términos de ingreso per cápita, arroja pocas luces sobre las oportunidades de transición hacia la democracia; sin embargo, el ingreso per cápita tiene un fuerte impacto en la supervivencia del régimen democrático. Ahora bien, el ingreso per cápita tampoco se convierte en una evidencia suficiente para la consolidación de la democracia, entendida como un régimen ansiado con la capacidad de tener durabilidad en el tiempo.
No existe una relación lineal entre el desarrollo económico que termina con las dictaduras y da paso – infaliblemente – a la emergencia de una democracia. Una vez que ésta se establece, tiene mayores probabilidades de perdurar en los países altamente desarrollados con buenos ingresos, altos niveles de empleo y gozando de la satisfacción material que los ciudadanos desean en el capitalismo occidental, pero no es la situación por excelencia, pues en otros países de ingresos medios, pobres y de raíz cultural totalmente diferente a la racionalidad occidental, la democracia hace los esfuerzos para convertirse en un régimen de gobierno pacífico y útil en la determinación de una nueva lógica equilibrada en el establecimiento de la titularidad del poder.
Las crisis económicas en los países pobres de América Latina y África representan una de las amenazas más comunes para la estabilidad democrática, aunque no existe una evidencia fuerte y definitiva sobre si las presiones por una distribución igualitaria se convierten en factores que menoscaban la democracia. Al mismo tiempo, está por demás claro que la concentración abusiva de la riqueza en las sociedades pobres, erosiona la estabilidad de un régimen democrático. Extraer conclusiones determinantes en torno a un modelo único de democracia universal que conviva con el desarrollo económico, es sumamente difícil.
En algunos casos, existe una concordancia entre el desarrollo económico y la democracia como valor apreciado por la población que está conforme con el logro de sus bienes materiales producidos desde la economía; sin embargo, en otros casos surge una completa ruptura, motivando el desencanto de los sectores más pobres que, en gran medida, podrían mirar al sistema democrático como un conjunto de instituciones inútiles cuando han fracasado las políticas de crecimiento y acceso igualitario a la riqueza o a ciertas oportunidades para conseguir adecuados niveles de ingreso.

Democracia y el fracaso de los empresarios en el poder

Los problemas de institucionalización; es decir, poseer reglas claras para el ejercicio del poder, para limitarlo, para fortalecer los Estados de Derecho, reducir las crisis de gobernabilidad, erradicar la pobreza y estimular el desarrollo económico, han planteado a la democracia en América Latina muchos más retos e incertidumbres, antes que respuestas sólidas en las cuales confiar.

Con la elección de varios presidentes vinculados a poderosos empresarios privados durante la década de los años noventa y comienzos del siglo XXI en Bolivia (Gonzalo Sánchez de Lozada), Paraguay (Juan Carlos Wasmosy), Uruguay (Luis Alberto Lacalle), Argentina (Carlos Saúl Menem), Panamá (Ernesto Pérez Balladares), México (Vicente Fox) y la victoria del millonario Sebastián Piñera como presidente de Chile en 2010, es fundamental evaluar con cuidado si la presencia de los empresarios en el corazón del poder contribuyó a un desarrollo político más democrático en la región, o en por el contrario, desató mayores polarizaciones y conflictos que van socavando la legitimidad de las democracias

Los empresarios en América Latina – estén o no ejerciendo el poder directamente – se benefician en sumo grado porque las políticas de economía de mercado y las estructuras de globalización en el contexto internacional, hicieron que estos actores económicos concentraran funciones políticas, difundiendo además la ideología del crecimiento económico que es visto como el factor imprescindible para aliviar la pobreza. El empresariado que actuó desde la administración del Estado, generó procesos de reestructuración del Poder Ejecutivo con el propósito estratégico de conformar un bloque en el poder y transformarse en una élite dirigente muy fuerte, la misma que también goza de un apoyo popular en los procesos electorales, enarbolando las banderas de la tolerancia pluralista y diseminando el discurso de integración socio-política entre las masas ciudadanas y las élites económicas; sin embargo, la alta concentración del ingreso en las élites empresariales y los grupos tecnocráticos de América Latina, junto con la desigualdad de oportunidades, señalan que los empresarios no lograron contribuir a la reducción de las polarizaciones y conflictos sociales en los momentos de crisis, regresando el choque entre la acumulación de riqueza concentrada en las clases privilegiadas y los millones de pobres que destacan en el continente (alrededor de 182 millones hasta el año 2010).

Las élites empresariales dentro del poder se caracterizan por posicionar el discurso de la eficiencia en el manejo de la economía y la gestión estatal, al mismo tiempo que imponen sus intereses, normas y proyectos de configuración social, política y cultural cuya piedra angular es la combinación del modelo de mercado, la democracia instrumental tecnocrática y la modernización capitalista de los países.

En Bolivia, por ejemplo, estos patrones de orientación política se conectaron, al mismo tiempo, con la lógica de los pactos de gobernabilidad porque se asumió de antemano que la fragmentación de un sistema multipartidista tenía que resolver el manejo de la titularidad del poder, por medio de alianzas, las cuales serían más estratégicas si incorporaban a las élites empresariales, sobre la base de previsiones específicas provenientes de los ajustes estructurales de mercado.

Uno de los problemas centrales, al parecer radica en que los empresarios tienden a privilegiar sus objetivos de enriquecimiento, cuando las estructuras institucionales de la democracia enaltecen los intereses colectivos y el fortalecimiento del sistema político donde cabe resaltar la igualdad, así como la participación de una gran mayoría en los beneficios materiales para reducir y erradicar la pobreza. Los empresarios podrían declararse escépticos o indiferentes hacia el combate contra la pobreza porque sobre-determinan su posición de clase dominante con el fin de subordinar el Estado como estructura política al poder económico.

Los regímenes democráticos plantean un serio desafío a la participación política de los empresarios, al manifestarse claramente la necesidad de tener un conjunto de políticas públicas eficientes y favorables para promover el desarrollo del conjunto de la sociedad. Cuando los empresarios en el poder privilegian la reducción de todo déficit fiscal fomentando el empequeñecimiento de las estructuras burocráticas del Estado, muchas veces afectan a las capacidades políticas del conjunto de las instituciones democráticas que sufren serias limitaciones para atender al torrente de demandas sociales que provienen de la sociedad civil.Aquí nace un problema importante porque los empresarios prefieren evitar una sobrecarga de demandas, en lugar de reducir al mínimo las amenazas de una formulación de políticas públicas deficientes. En este caso, es crucial equilibrar el tamaño del Estado con sus capacidades políticas para responder a las presiones democráticas de una sociedad permanentemente movilizada.Las experiencias políticas en América Latina entre los años noventa y comienzos del siglo XXI, muestran que la democracia no mejoró su desempeño de integración y apertura equitativa hacia la participación de otros actores sociales pobres, cuando los empresarios millonarios incrementan sus privilegios con la magnitud del poder político concentrado en sus manos.

En estos casos, la importancia de su poder económico hace que la administración de políticas se incline de manera desigual, fortaleciendo los segmentos sociales más favorables al sistema de mercado, desatando conflictos socio-políticos por el control de recursos naturales y oportunidades para manejar el poder que destruye los valores democráticos de igualdad y fraternidad, al centralizar los debates únicamente en torno a lógicas oligárquicas que reproducen patrones autoritarios donde los más ricos, los mejor educados y los más destacados creen tener el derecho de estar por encima de otras clases sociales, calificadas como masas populares que deberían contentarse con poco.Los gobiernos identificados con la izquierda jugaron un papel ambiguo en sus relaciones con el empresariado, sin lograr reducir su poder, aclarando que protegen la propiedad privada, fomentan la inversión extranjera y regulan la desigualdad con un rostro social en la prosecución del modelo neoliberal o economía de mercado internacional, por medio de políticas sociales que son administradas como instrumentos en busca de consenso y gobernabilidad del sistema político. Ni Ignacio Lula Da Silva en Brasil, Michelle Bachelet en Chile o José Mujica en Uruguay pudieron atenuar la fuerza política de las élites empresariales, que mantienen un caudal de presión fundamental sobre el rumbo de las decisiones nacionales porque los ricos todavía definen el desarrollo global de la economía.

Las élites empresariales que acceden al poder se plantean objetivos de gobierno muy claros, como ser:

a) Cooptar la mayor parte de los llamados ministerios claves, lo cual les permite acceder a una articulación de intereses más eficaz al interior del sistema político por medio de la representación de élite en nombre de un grupo de interés: los empresarios privados. Dicha representación es una modalidad de articulación de intereses mediante la cual, en lugar de usar las conexiones personales o los canales formales para lograr el acceso al sistema político que controla muchos privilegios, el grupo que tiene una élite confía en la preponderancia directa y permanente de sus intereses a través de un miembro que participa en la estructura de decisiones. Este tipo de representación se logra mediante la presencia en el Parlamento de senadores y diputados, o en el Poder Ejecutivo con varios ministros de Estado, los cuales fomentan el desarrollo de un grupo definido: los empresarios como élites para el ejercicio del poder político.
b) Especificación de metas en materia de modernización, desarrollo económico y social cuyo eje principal es la eficiencia en la administración de recursos económicos y humanos. Esto se percibe sobre todo en las ideas que los empresarios poseen sobre la privatización ya que, según ellos, se debe hacer una clara diferenciación entre las funciones de administrar y de gobernar; las empresas públicas estarían sujetas a la manipulación política sin guiarse por criterios empresariales porque los administradores públicos no se preocupan por lograr resultados económicos positivos ya que saben que todo déficit será cubierto por el tesoro público. Para el empresariado, hace falta un criterio de competitividad, un horizonte de planificación empresarial y, por lo tanto, la privatización sería de vital importancia pues implica el traspaso de las empresas estatales a manos privadas lo que, en su amplia concepción, contribuye a establecer una nueva relación entre el Estado y la sociedad civil.
c) Coherencia y reforma institucional del Estado a través de reformas constitucionales para ampliar las condiciones de economía de mercado y el poder económico de las élites emprendedoras.
d) Reclutamiento sistemático del personal tecno-burocrático; se trata de un reclutamiento diferencial que privilegia a funcionarios con el más alto nivel de educación, lo cual ahonda la diferenciación social, excluyéndose a la mayoría y desatando conflictos en torno a la segregación y discriminación por razones de educación u origen de clase.
e) Ajuste ideológico al emitir un discurso retórico que superficialmente habla de la equidad, las políticas sociales y la protección del medio ambiente a través del desarrollo sostenible.
f) Intento de unificación de otras fracciones del empresariado por medio del acercamiento y aceptación de otras figuras porque dentro del bloque en el poder se encuentran varias clases y fracciones presentes en el terreno de la dominación política que no pueden, sin embargo, asegurar esa dominación sino en la medida que están políticamente articuladas.
Por esta razón, los políticos tradicionales en América Latina van perdiendo el monopolio de la actividad política puesto que en las estructuras de mercado, hay un proceso de empresarialización para administrar el poder. Los empresarios se alzan como nuevos actores políticos, cuya cúpula parece afirmar que las condiciones democráticas imponen también una necesidad: la voluntad para dirigir los cambios en cuanto al desarrollo, la tecnología y las exigencias propias del siglo XXI, desechando por completo otros valores y utopías políticas como la posibilidad de transformar las relaciones entre los poderosos y los dominados.
El modelo neoliberal en América Latina está bastante desprestigiado. Entre las principales razones, podemos encontrar los problemas irresueltos de desigualdad y pobreza que la economía de mercado acentuó y no pudo erradicar. Al mismo tiempo, fueron las élites empresariales que al tratar de ejercer el poder, cometieron los mismos errores del pasado. Para los empresarios, la clase política especializada en el manejo de la cosa pública representa un actor pobremente modernizado, muy vulnerable a la corrupción, patrimonialismo, prebendalismo y sin ninguna visión de largo plazo en la gestión gubernamental. La profunda desconfianza hacia la clase política tradicional, hizo que los empresarios apoyen e imaginen un modelo de economía privatizador, utilizando el discurso de “dejar atrás el manejo ineficiente y benefactor del Estado”; sin embargo, los empresarios fracasaron al reproducir conductas y visiones tradicionalistas que no lograron revertir la ineficiencia estatal.
El empresariado se pensó a sí mismo como un agente modernizador en América Latina creyendo superar los problemas estructurales del sistema de partidos políticos, y argumentando tener una sólida formación profesional obtenida en el extranjero, junto con múltiples nexos en el entorno económico de la globalización. Luego de veinticinco años de democracia (1985-2010) esta imagen contrasta con el surgimiento de conflictos tremendamente violentos, desatados a consecuencia de la presencia de los empresarios en Venezuela, Ecuador, Paraguay, Bolivia y Argentina, quienes demostraron ser un actor anacrónico que utilizó el aparato estatal para mejorar su posición en los negocios, sin aportar mucho a la administración pública, donde nuevamente brotaron los escándalos de corrupción y enriquecimiento ilícito a costa de los recursos públicos.
Una redistribución de roles dentro del sistema político latinoamericano intentó colocar a la élite empresarial al lado de la vieja clase política para corregir los errores del Estado patrimonial. Las instituciones como el Parlamento mantuvieron su carácter de órgano esencialmente político con los partidos políticos a la cabeza, mientras que los Poderes Ejecutivos quedaron, en muchos casos durante la década de los años noventa, bajo el liderazgo de los empresarios que trataron de fomentar un órgano eminentemente técnico-profesional.
En ambos casos, el ideal era buscar una complementariedad entre los dos sectores, sobre todo para los fines de gobernabilidad y aplicación de las políticas de privatización. Todo falló porque no se modificaron las prácticas políticas, sino que se reprodujeron las actitudes rentistas y los efectos del poder para favorecer negocios en forma particular, dejando postergada la integración social y el combate a la desigualdad. La crisis económica argentina en el año 2001 que motivó la caída del presidente Fernando De la Rúa, marcó el fin de una ilusión construida alrededor de los empresarios en el poder.
Ni el trabajo de la clase política tradicional, ni el administrativo encargado a los empresarios fueron, en sí mismos, suficientes para modernizar los Estados latinoamericanos. El hecho de que las élites empresariales controlaran el poder, no quiso decir que fueran exitosas. Los empresarios pueden estar dotados para el manejo administrativo en el ámbito privado, pero el manejo administrativo del gobierno era un escenario político, descubriéndose que el empresariado sesgó sus posibilidades y oportunidades: sus decisiones no fueron puramente técnicas sino que en el espacio gubernamental priorizaron su fortalecimiento como clase, alejándose de los ideales democráticos de igualdad y equidad para el desarrollo democrático.
Si bien las decisiones gubernamentales son políticas y técnicas simultáneamente, el Estado en manos de las élites empresariales representó un factor de organización hegemónica, en la medida en que el bloque en el poder no puede asegurar la dominación sino en virtud de la combinación efectiva entre la técnica y la acción política. Por lo tanto, el Estado constituye un factor de unidad política del bloque en el poder bajo la égida de la clase o fracción dominante; esto marginó los valores en torno a la calidad de la democracia en América Latina, de tal forma que los intereses específicos del empresariado ingresaron en una aguda polarización con los de otras clases sociales pobres y grupos indígenas, evitando – de manera directa – que puedan modificarse las orientaciones oligárquicas en los regímenes democráticos.
Esto desacreditó las políticas de mercado (y el conjunto del modelo neoliberal), desprestigió a los partidos que fueron acusados de una conducta coludida con el poder económico, regresando la inestabilidad política, como los testimonian los casos de Venezuela con el fracaso de Carlos Andrés Pérez y todo el pacto tácito de empresarios y la clase política en Venezuela, Bolivia con la caída de Gonzalo Sánchez de Lozada, el derrocamiento de Jamil Mahuad en Ecuador, o la debilidad estructural de Fernando De la Rúa en Argentina.
El eje del análisis sobre las posibilidades de consolidación democrática en América Latina, hoy día gira en torno a la dialéctica entre conflicto, integración participativa de los grupos sociales marginados, desarrollo económico y erradicación de la pobreza (absoluta y relativa), pero al mismo tiempo, de qué manera los conflictos se traducen en un sistema de partidos estable y representativo para construir un conjunto de capacidades estatales.
Los partidos cumplen una función política expresiva, desarrollando una retórica para traducir los contrastes de la estructura social y cultural, en un conjunto de demandas y presiones para la acción y el logro de un Estado legítimo. Los empresarios quisieron sustituir el papel de los partidos, ejerciendo funciones instrumentales y conquistando el poder aunque sin mejorar la representatividad de los sistemas políticos, pues, en muchos casos, no pudieron mirar la democracia más allá de sus intereses y tampoco plantearon soluciones para la desigualdad desde una perspectiva global. En función de gobierno, el empresariado se hundió al negociar, agregar las presiones y articular las demandas, profundizando las divisiones sociales porque hacia comienzos del siglo XXI, los empresarios se convirtieron en verdaderas fuentes de conflicto.
La crisis de las democracias en América Latina muestra el surgimiento de un nuevo autoritarismo competitivo que se relaciona con los déficits de democratización y las amenazas de los Estados fallidos, como lo prueban la situación de Haití, Honduras, Bolivia, Venezuela y el mismo México que es directamente incapaz de combatir a las grandes mafias del empresariado vinculado al narcotráfico. Cuando se desprestigian los partidos políticos, los empresarios y el régimen democrático como forma de gobierno, la sociedad civil tiende a recurrir a varios outsideres o aventureros, quienes a nombre del pueblo siguen reproduciendo la lógica de intereses restringidos, preservando el autoritarismo.
La privatización fue el zenit de las reformas defendidas e impulsadas por los empresarios en el poder, lo cual también terminó en otra frustración como los casos más impactantes de Argentina (la crisis del año 2001) y Bolivia (la crisis del año 2003). La sociedad cuestiona intensamente aquellas políticas, obligando a preguntarnos cómo romper las estructuras que mantienen la pobreza y cuáles son los estándares materiales mínimos para que subsista la democracia.
América Latina siembra muchas dudas sobre la viabilidad de combinar exitosamente factores como liberalismo, teoría de la democracia, políticas de mercado y republicanismo. Las experiencias históricas señalan que surge una inconsistencia entre el poder económico concentrado en pocas manos, los empresarios ejerciendo el poder desde el Estado y las condiciones de igualdad política que proclama la democracia. Los empresarios en el poder destruyeron gran parte de la legitimidad democrática, mientras que la sociedad civil no encuentra nuevas alternativas de liderazgo y cambios en la cultura política, dando lugar a diversas señales que marcan un retroceso en el desarrollo político democrático.

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