SENTIDOS RELIGIOSOS Y BÚSQUEDAS ÉTICAS: ENSAYO SOBRE LAS POSIBLES LECTURAS POLÍTICAS DE LA BIBLIA

Introducción: exégesis e incertidumbres

¿Podemos sospechar aquello que está en la mente de Dios para responder a las interrogantes de nuestra existencia? ¿Existe una lectura política de la biblia? ¿En qué términos y cómo hallar una mezcla de meditaciones espirituales junto con un sentido de acción para asumir compromisos políticos? Muchas veces, el hecho de separar la dimensión religiosa espiritual del mundo político se presenta como si fuera un ejercicio sin sentido porque constituiría una suerte de arrogancia intelectual. Lo político de la biblia sería un desafío pagano para algunos e, inclusive, un intento doloroso por la posibilidad de encontrar explicaciones y respuestas únicamente imperfectas, es decir, humanas.

La lectura política de la biblia plantea la necesidad de poseer conocimientos históricos y teológicos, aunque representa una experiencia única porque actualmente estamos lejos de cualquier interpretación oficial, o al margen de recibir imposiciones institucionales que destruyen toda espiritualidad. Acercarnos a las escrituras, firmes y con el propósito de dialogar desde lo más profundo de uno mismo, es un esfuerzo para reconciliar a la divinidad y los anhelos terrenales por preservar aquello que denominamos fe. Asimismo, ésta es otro nombre para expresar las pugnas psicológicas del ser humano que se debaten entre la exégesis y las incertidumbres en torno a Dios.

Leer libremente la biblia abre una serie de respuestas antropológicas y políticas para repensar la ética y el existencialismo. El primer episodio es romper con el temor de no entender la palabra de Dios, o encerrarse en la derrota de creer que existe algo totalmente inescrutable en cualquier texto bíblico. Si hubiera algo impenetrable, entonces el hombre no podría comprender, ni su naturaleza ni la de Dios. Por lo tanto, interpretar la biblia ayuda a pensar nuestra existencia y la fe en términos antropomorfos, lo cual significa mirar la biblia como un producto, simultáneamente sagrado, literario y humano.

Toda lectura flexiblemente honesta de la biblia que se proponga conducir nuestra vida espiritual, obliga a que los hombres borren la frontera entre el horizonte cognitivo para comprender los mensajes de Dios y aquello que no sería posible entender. En el fondo, cualquier mensaje bíblico puede ser aprehendido, dado el impulso existencial de toda persona para vislumbrar los rumbos respecto a las preguntas: ¿de dónde venimos y hacia dónde vamos?

Las historias más interesantes, son precisamente aquellas contenidas en los evangelios donde se describe la vida, pasión y muerte de Jesucristo, quien es al mismo tiempo un ser humano extraordinario y divino. A diferencia de otras religiones, el cristianismo marcó una inmensa huella en la historia, al mostrar de forma violenta e impresionante la manera cómo Dios envió a su único hijo, sabiendo que sería sacrificado por medio de una muerte tormentosa.

La lección es sorprendente porque el verdadero rey, es decir, el hijo de Dios, es reducido a un hombre sencillo, humilde, sufrido pero sobrenatural que predicó una política donde todo poder en la tierra es relativo y débil al final de cuentas, pues los últimos serán los primeros y los privilegios deberán convertirse en su opuesto: el servicio y sacrificio con lo cual Jesús invitó a todos a seguirlo.

¿La vida de Jesús es un llamamiento existencial a ser como él? ¿Podemos alcanzar este desafío, o los evangelios son una metáfora que instruye angustiosamente sobre los extremos hasta donde llega la maldad humana? La biblia tiene varios núcleos políticos relacionados con la utopía y la probabilidad de cambiar lo más hondo de nuestra identidad, junto a la promesa de seguir vivos después de la muerte.

Este ensayo aborda la necesidad de repensar la biblia como manifiesto político que transmite la oferta de un más allá como figura política, cuyo propósito es visualizar un nuevo orden, pero desconocido. Leer la biblia implica caminar con confianza hacia una exégesis sincera, reconociendo las incertidumbres sobre cómo imitar el ejemplo de Cristo, pues esto exige subvertir cualquier orden injusto y destruir toda forma terrenal de poder. Los horizontes políticos de la biblia chocan, tanto con la secularización, como con el siempre presente dogmatismo de las iglesias y el credo institucionalizado, aunque no desaparece el sentido de un trascendentalismo de aquello que llamamos experiencia religiosa.

La biblia y la política

El siglo XXI no solamente es testigo de las revoluciones tecnológicas más impresionantes, sino que al mismo tiempo evidencia una extraña convivencia entre dos mundos mutuamente excluyentes: la secularización, es decir, el proceso cultural por medio del cual, tanto el racionalismo como la Razón humana, rechazan cualquier explicación trascendental, divina o religiosa, privilegiando la confianza en el poder de la ciencia. Por otro lado, el mundo secular camina junto al resurgimiento de múltiples doctrinas religiosas y un renovado interés por todo tipo de misticismos que anhelan un más allá paradisíaco donde pueda plasmarse el renacimiento espiritual de la humanidad.

Tanto el racionalismo como el desarrollo científico caracterizan a la modernidad y los procesos de modernización en cualquier parte del mundo; sin embargo, las religiones universales como el cristianismo, el movimiento islámico y otras filosofías espiritualistas del oriente hinduista, budista o taoísta, son constantemente reinterpretadas a la luz de las calamidades como el incremento de la violencia urbana, el hambre, la pobreza mundial, la inseguridad fruto de enfermedades infecciosas, el miedo a una hecatombe nuclear o medioambiental, y el deseo por reconciliar la Razón instrumental del occidente secularizado, con la protección de la naturaleza a escala global.

En el terreno político, el fin de la Guerra Fría popularizó la idea de un final de la historia y las ideologías para ensalzar una nueva época, caracterizada por el triunfo de la democracia liberal y el atractivo de la sociedad de mercado. La búsqueda del crecimiento económico transmitió varios mensajes donde, supuestamente, era más importante consolidar una voluntad humana que haga prevalecer su conducta racional privilegiando sus intereses y beneficios personales, junto con las múltiples opciones de consumo que el mercando iba a proveer.

De pronto, las convicciones políticas o las filosofías clásicas en torno a la naturaleza humana y la representación del hombre en la modernidad capitalista, fueron vistas como inútiles, en medio de una defensa a ultranza de las satisfacciones materialistas. Esto fue un error grave y, hasta cierto punto, completamente absurdo porque ni el mercado y ningún sistema pluralista que reconozca los derechos civiles como las democracias contemporáneas podrían prescindir de creencias donde se expliciten claramente cuáles son los sentidos de la vida, del espíritu humano que se esfuerza por construir obras imperecederas o, simplemente, ideas capaces de reconocer las múltiples limitaciones del hombre en medio de la evolución del universo cuya finalidad última, probablemente no existe.

Las religiones y las convicciones ideológico-filosóficas están saludables y plenamente vigentes. El sentimiento de lo sagrado desempeña un papel central para cualquier clase social, aunque también se esconde una duda fundamental: ¿en qué creen las grandes mayorías del siglo XXI?, ¿éstas se sienten convencidas por ideologías?, ¿o simplemente fingen para explotar únicamente su ego? Por supuesto que resaltarán un sinfín de hipocresías al confirmarse la enorme distancia existente entre aquello que las personas dicen creer y lo que realmente practican. De todos modos este no es el centro del problema.

Las religiones junto con las ideas políticas y filosóficas son la manera en que los hombres aceptan sus derrotas o sus éxitos como inevitables. Aceptar la vida como derrota o fortuna no es posible, sino a condición de identificar una serie de explicaciones sobre el sentido de la vida; sentido que no está sujeto únicamente a la racionalidad científica del mundo moderno, sino condicionado a la aceptación de un orden que girará en torno a diversos entendimientos de lo sagrado.

La biblia es uno de los productos estéticos más hermosos de la cultura occidental. Como un conjunto de escrituras portadoras de misterios religiosos, lecciones políticas y reflexiones filosóficas, la biblia no solamente define la identidad del cristianismo, sino que también contiene varias promesas utópicas respecto a un reino que no es de este mundo: el más allá donde los conflictos existenciales se resuelven con plena justicia. Por esto, una lectura política de la biblia adquiere relevancia, sobre todo para comprender ¿en qué consiste la legitimación de la autoridad divina y por qué deberíamos obedecer las jerarquías sociales en función de cierto equilibrio y orden políticos?

La biblia posee un sentido político debido a que si los hombres se alejan o desafían el proyecto de Dios, quedan sumidos en una profunda soledad. Abandonar a Dios y cuestionar su autoridad conduciría al aislamiento y sentimiento de culpa por haber traicionado un plan trascendental. Esta trascendencia es un orden determinado, es decir, un “cosmos” cuya suprema culminación conduce al género humano a la totalidad de Dios, quien supuestamente nos ama porque fuimos creados a su imagen y semejanza; sin embargo, Dios también otorgó a los hombres un arma valiosa: la capacidad de decidir por cuenta propia, pensar en los intereses propios y, por lo tanto, utilizar nuestras libertades para componer un escenario de reglas humanas que, por lo general, cae en el abismo del “caos”.

El cosmos ofrecido por la biblia representa al orden político, contrapuesto al caos humano contradictorio y, en esencia, peligroso mientras se aparte de Dios. Este carácter político aparece desde el Génesis. Dios caminaba solo como un “logos errante” pero poderoso. La humanidad no existía porque Dios era la única fuerza que hablaba en soledad. ¿A quién predica ese logos solitario y oscuro, difícil de comprender? ¿Qué lenguaje utiliza en ausencia del mundo y los hombres?

El Génesis muestra cómo Dios tomó una decisión política notable: crear a los hombres, superando su soledad y reconciliándose consigo mismo. Así se crea el cosmos: un orden político cuyo poder, responde únicamente a la divina decisión de abandonar la eterna soledad. Los hombres nacen para acompañar a Dios pero, simultáneamente, soportan una división entre el ser supremo y ellos que están sometidos al poder divino.

Cuando Adán y Eva se dan cuenta que también pueden decidir por voluntad propia y comer de la manzana prohibida, entonces comienza otro horizonte: los hombres son capaces de conquistar, imaginar y crear otro orden político, impugnando la legitimidad divina que les dio vida. La discordia del Génesis entre Dios y los hombres, es el primer conflicto político que se resuelve mediante la expulsión del paraíso y el hallazgo del sufrimiento.

La gran lección humana de la decisión de instaurar su propio orden, descansa en que la “facultad de elegir” siempre implica un riesgo. Los hombres y mujeres escogen diferentes opciones teniendo conciencia de que no solamente las consecuencias de nuestras acciones son casi imprevisibles, sino que tampoco hay nunca, en lo que se refiere a las consecuencias previsibles, criterios de elección que sean infalibles como el presunto logos divino.

Si los hombres establecen sus propias reglas y un orden político paralelo, entonces desatan el caos y un sino doloroso que se manifiesta a través de sus conflictos existenciales: ¿de dónde vienen; cuál es su misión; hacia dónde va la vida humana; tiene ésta sentido específico sin Dios; ¿por qué la existencia se hace, a momentos, insoportable?

Varias veces, Dios se acerca a los hombres luego de la ruptura, ofreciendo una oportunidad salvadora por medio de la llegada de Jesucristo, cuyo nacimiento es, probablemente, una respuesta bíblica para regresar al equilibrio inicial del Génesis, al orden natural y feliz de aquel cosmos arcano cuya legitimidad reposa en la benevolencia de un Dios, al mismo tiempo extraño, vengativo, misericordioso, guerrero, amoroso, justiciero, indiferente y, finalmente, articulador de todo tipo de equilibrios sociales y políticos que provienen del cosmos. La política de la biblia es una imagen interesante sobre cómo Dios abandonó su soledad, creó a los hombres y éstos eligieron otros caminos que contradicen el desconocido plan original.

Deseos de reconciliación como búsquedas éticas

Detrás de cualquier lectura bíblica, destaca también la preocupación en torno al mal, su origen y prevalencia en el mundo. Ejercer el mal constituye un acto de repudio para la gran mayoría de las personas. Sin embargo, la práctica del mal en forma permanente es una de las identidades más profundas de la naturaleza humana. Todos estamos equipados con la capacidad necesaria para cometer los actos más perversos que podamos imaginar; por lo tanto, necesitamos fuerzas sobrehumanas, leyes y amonestaciones de carácter moral para limitar, aunque no erradicar, las penetrantes influencias del mal en la conciencia y en los actos de nuestras distintas vidas.

La biblia contiene hermosas enseñanzas sobre cómo restringir las inclinaciones del espíritu hacia el mal. Es más, los evangelios junto a las prédicas de Jesucristo brindan una posibilidad interesante sobré por qué arrepentirse, rectificar la conducta pecaminosa y alcanzar, no la perfección, pero sí el perdón de Dios por medio de un “sentido de reconciliación”. ¿Es la biblia un conjunto de reflexiones filosóficas en torno a la reconciliación con un ser supremo?

Desde el Génesis, la expulsión del paraíso de Adán y Eva se convirtió en una metáfora aleccionadora en torno a las barreras que la raza humana debería introducir para no ejercer el mal o desafiar la autoridad divina. De cualquier manera, ¿es lo mismo el desafío a la autoridad de Dios y la búsqueda de una rectificación por haber practicado el mal? Esto es sumamente discutible, debido a que ambos problemas ético-religiosos son diferentes.

Por una parte, cuando Adán y Eva desobedecieron a Dios al comer los frutos prohibidos de la sabiduría, surgió de inmediato un dilema político: los hombres y mujeres, al haber sido creados a imagen y semejanza divina, tomaron libremente la decisión de transformarse en autoridades plenas con el objetivo de estar a la altura de su creador, impugnarlo y, finalmente, tratar de superarlo, fruto de la arrogancia inherente al cultivo del saber y el ejercicio político que brota de las fuerzas humanas.

Simultáneamente, los hombres son hábiles para profesar y efectuar el mal, aunque con un cargo de conciencia que los obliga a rendirse, solicitando el perdón y buscando un sentido de reconciliación. Posiblemente, el impulso del arrepentimiento representa un ilusorio deseo infantil para retornar al paraíso de la unidad y la felicidad. La búsqueda del perdón, no es lo mismo que el intento por reconciliarse con la autoridad de Dios quien termina venciendo como el creador dominante. El perdón de los pecados es la alternativa inventada por los hombres expulsados del paraíso, hasta que rectifiquen sus conductas equivocadas.

La búsqueda de una reconciliación entre la raza humana y su creador proviene del sufrimiento de haber sido expulsados de aquella unidad primigenia, denominada paraíso. En el fondo, tal paraíso es una fantasía cuya lejanía provoca un sufrimiento espiritual cuando algunos seres humanos se consideran no merecedores, debido al ejercicio del mal que prevalece en sus acciones; empero, la experiencia de una pérdida del paraíso es lo mismo que extraviar la unidad, el equilibrio y la felicidad original, es aquello que estimula distintas acciones cuyo propósito es reconciliarse con las experiencias ligadas a lo supremo y sagrado.

El ejercicio del mal es el sentido de realidad que el mundo soporta cada día. Junto a éste se presentan un conjunto de imaginarios donde ingresa el sentido religioso. En los sueños retorna intensamente la fantasía por remontar los errores del mal, mientras que al despertar, los seres humanos enfrentan el sentido de realidad construyendo intentos para reconciliarnos con los conceptos de ética y el sosiego que conlleva saberse imperfectos, pero por esto mismo, luchar hasta plasmar obras supremas donde brillen la felicidad, el perdón y la unidad de un recomienzo que se encamine hacia el bien.

Conclusiones: anhelando un probable renacimiento y transformación

El sentido religioso y la persistencia de obsesiones trascendentes, se ligan políticamente a un deseo oculto de los hombres para resucitar e imaginar transformaciones de distinto alcance. Si pudiéramos volver a nacer, con seguridad olvidaríamos viejas rencillas, pero, al mismo tiempo, brotaría una extraña felicidad por el hecho de corregir equivocaciones que alguna vez nos quitaron el sueño. El renacimiento se convierte en otra metáfora, ya sea bajo la forma de una oportunidad para vivir intensamente ciertas creencias trascendentes, imaginar la reencarnación, o simplemente para ilusionarse con el objetivo de transformar la conciencia íntima. La conversación de Nicodemo y Jesús en el evangelio de San Juan está llena de ideas políticas sobre cómo y por qué “nacer de nuevo desde arriba”.

Cuando la biblia sugiere que no sería posible ver el reino de Dios, si no es a través de la necesidad de nacer nuevamente, nos encontramos en medio de aquella tensión entre la belleza de un retorno al vientre materno y la experiencia de estar afuera en un mundo de contradicciones, sufrimientos y esfuerzos. El orbe terrenal es el tiempo y espacio de lo mortal junto con varios traumas. Anhelamos tantas cosas; sin embargo, sabemos que es imposible ir más allá de las limitaciones humanas; es decir, somos presa de la imperfección que causa dolor psicológico.

El renacimiento sería una respuesta por regresar a un punto de origen donde las cosas se hicieran más fáciles de sobrellevar, aunque con espinosos desafíos. Primero, el evangelio de Juan muestra un Jesús que invita a creer en su testimonio cueste lo que cueste. Para ingresar en el reino de Dios, se necesitaría nacer desde arriba. “El viento sopla donde quiere, y tú oyes su silbido, pero no sabes de dónde viene ni adónde va. Lo mismo le sucede al que ha nacido del espíritu”, habría explicado Jesús. Esto tiene connotaciones políticas porque el hecho de renacer, muchas veces implica transformarse tan profundamente que no existiría lugar para las dudas; por lo tanto, la transformación personal impulsa también a seguir decididamente el camino indicado por aquel líder sobrenatural: Cristo.

Segundo, qué pasaría hoy día. Si cada uno de nosotros buscará incesantemente el camino del renacimiento, ¿estaríamos condenados a avanzar solitariamente, o buscaríamos un líder? ¿Al tratar de renacer, nosotros mismos nos convertiríamos en líderes espirituales, interpelando a los demás para que nos sigan? Una vez renacidos, es probable que surja cierta arrogancia y tentación por considerarnos dioses, aunque marcados por la fragilidad de la muerte; esto abre una vez más la herida de no saber cómo seguir adelante; las opciones serían: a) protegernos en el anonimato individualista y reproducir un vientre encapsulado lejos de todo compromiso; b) arriesgarse a comprometerse con un liderazgo para arrastrar a otros hacia un discutible renacimiento colectivo y político, lo cual implica vislumbrar transformaciones contradictorias.

El retorno al vientre materno –protegidos y felices al interior de una órbita lejos del caos terrenal– es la otra cara del miedo a ser líderes consecuentes, firmes y capaces de morir por los demás. Es posible que todos reivindiquemos un merecido renacimiento, pero únicamente para alcanzar logros específicos, terminar tareas inconclusas o evitar errores con el fin de obtener beneficios materiales y personales. Después, muy pocas personas aceptarían el sacrificio para transformarse en lo más profundo, convirtiéndose en un ejemplo y renunciando a toda forma de autoridad terrenal.

El renacimiento ético, político y religioso estaría ligado a la posibilidad de creer ciegamente en una meta: el reino de Dios; una utopía de felicidad espiritual; y la muerte del ego. ¿Buscamos con el renacimiento la inmortalidad? Si es así, estamos equivocados porque a pesar de renacer desde adentro y desde arriba como predicó Jesús, los hombres somos tan débiles que nuestra inminente muerte inutiliza cualquier megalomanía de transformación.

Los hombres necesitan una ética, religión y un cristianismo que los ilumine para ir más allá de los conjuros inmediatos de la vida, que les otorgue discernimiento en cuanto a los límites profundos de la fragilidad humana. Solamente así tendremos la capacidad para convivir con la muerte y aceptar las contradicciones del caos humano. El sentido de lo religioso tiende a enseñar una verdad sencilla: no hay únicamente un mañana, sino un pasado mañana y que la diferencia entre éxito y fracaso rara vez se manifiesta claramente. La ética enseña mucho, así como la religión invita a cruzar los ríos crecidos de una convivencia más pacífica y autoconsciente de múltiples limitaciones.


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