RENACIMIENTO Y TRANSFORMACIÓN


Si pudiéramos volver a nacer, con seguridad olvidaríamos viejas rencillas pero al mismo tiempo brotaría una extraña felicidad por el hecho de corregir equivocaciones que alguna vez nos quitaron el sueño. El renacimiento se convierte en una metáfora, ya sea bajo la forma de una oportunidad para vivir intensamente ciertas creencias trascendentes, imaginar la reencarnación, o simplemente para ilusionarse con el objetivo de transformar la conciencia íntima. La conversación de Nicodemo y Jesús en el evangelio de San Juan está llena de ideas interesantes sobre cómo y por qué “nacer de nuevo desde arriba”.

Cuando la biblia sugiere que no sería posible ver el reino de Dios, si no es a través de la necesidad de nacer nuevamente, nos encontramos en medio de aquella tensión entre la belleza de un retorno al vientre materno y la experiencia de estar afuera en un mundo de contradicciones, sufrimientos y esfuerzos. El orbe terrenal es el tiempo y espacio de lo mortal junto con varios traumas. Anhelamos tantas cosas pero sabemos que es imposible ir más allá de las limitaciones humanas, es decir, somos presa de la imperfección que causa dolor psicológico.

El renacimiento sería una respuesta por regresar a un punto de origen donde las cosas se hicieran más fáciles de sobrellevar, aunque con espinosos desafíos. Primero, el evangelio de Juan muestra un Jesús que invita a creer en su testimonio cueste lo que cueste. Para ingresar en el reino de Dios, se necesitaría nacer desde arriba. “El viento sopla donde quiere, y tú oyes su silbido, pero no sabes de dónde viene ni adónde va. Lo mismo le sucede al que ha nacido del espíritu”, habría explicado Jesús. Esto tiene connotaciones políticas porque el hecho de renacer, muchas veces implica transformarse tan profundamente que no existiría lugar para las dudas; por lo tanto, la transformación personal impulsa también a seguir decididamente el camino indicado por aquel líder sobrenatural: Cristo.

Segundo, qué pasaría hoy día. Si cada uno de nosotros buscará incesantemente el camino del renacimiento, ¿estaríamos condenados a avanzar solitariamente, o buscaríamos un líder? ¿Al tratar de renacer, nosotros mismos nos convertiríamos en líderes espirituales, interpelando a los demás para que nos sigan? Una vez renacidos, es probable que surja cierta arrogancia y tentación por considerarnos dioses, aunque marcados por la fragilidad de la muerte; esto abre una vez más la herida de no saber cómo seguir adelante; las opciones serían: a) protegernos en el anonimato individualista y reproducir un vientre encapsulado lejos de todo compromiso; b) arriesgarse a comprometerse con un liderazgo para arrastrar a otros hacia un discutible renacimiento colectivo.

El retorno al vientre materno – protegidos y felices al interior de una órbita lejos del caos terrenal – es la otra cara del miedo a ser líderes consecuentes, firmes y capaces de morir por los demás. Es posible que todos reivindiquemos un merecido renacimiento, pero únicamente para alcanzar logros específicos, terminar tareas inconclusas o evitar errores con el fin de obtener beneficios materiales y personales. Después, muy pocas personas aceptarían el sacrificio para transformarse en lo más profundo, convirtiéndose en un ejemplo y renunciando a toda forma de autoridad terrenal.

El renacimiento está ligado a la posibilidad de creer ciegamente en una meta: el reino de dios; una utopía de felicidad espiritual; la muerte del ego; ¿buscamos con el renacimiento la inmortalidad? Si es así, estamos equivocados porque a pesar de renacer desde adentro y desde arriba como predicó Jesús, los hombres somos tan débiles que nuestra inminente muerte inutiliza cualquier megalomanía de transformación.

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