Hacer el mal constituye un acto de repudio para la gran mayoría de las personas. Sin embargo, la práctica del mal en forma permanente es una de las identidades más profundas de la naturaleza humana. Dañar a los otros y a uno mismo a sabiendas de que se puede romper la ley y cometer todo tipo de crímenes, es el aire que se respira cada día. Todos estamos equipados con la capacidad necesaria para cometer los actos más perversos que podamos imaginar. Por lo tanto, necesitamos fuerzas sobrehumanas, normas y amonestaciones de carácter moral para limitar, aunque no erradicar, las penetrantes influencias del mal en la conciencia y en los actos de nuestras distintas vidas.
La biblia contiene hermosas enseñanzas sobre cómo restringir las inclinaciones del espíritu hacia el mal. Es más, los evangelios junto a las prédicas de Jesucristo brindan una posibilidad interesante sobré por qué arrepentirse, rectificar la conducta pecaminosa y alcanzar, no la perfección, pero sí el perdón de Dios por medio de un “sentido de reconciliación”. ¿Es la biblia, entonces, un conjunto de reflexiones filosóficas en torno a la reconciliación con un ser supremo? ¿Podemos ser diferentes y realmente cambiar nuestra naturaleza para practicar el mal?
Desde el Génesis, la expulsión del paraíso de Adán y Eva se convirtió en una metáfora aleccionadora en torno a las barreras que la raza humana debería introducir para no ejercer el mal o desafiar la autoridad divina. De cualquier manera, ¿es lo mismo el desafío a la autoridad de Dios y la búsqueda de una rectificación por haber practicado el mal? Esto es sumamente discutible, debido a que ambos problemas ético-religiosos son diferentes.
Por una parte, cuando Adán y Eva desobedecieron a Dios al comer los frutos prohibidos de la sabiduría, surgió de inmediato un dilema político: los hombres y mujeres, al haber sido creados a imagen y semejanza divina, tomaron libremente la decisión de transformarse en “autoridades plenas” con el objetivo de estar a la altura de su creador, impugnarlo y, finalmente, tratar de superarlo, fruto de la arrogancia inherente al cultivo del saber y el ejercicio político que brota de las fuerzas humanas. El mal es pura vanidad. Fuerza absoluta de la petulancia para perpetrar lo más siniestro y colocarse a la altura de un ser supremo. La realización de lo peor, sobre todo para hacer sufrir a los demás, es lo que la biblia y la religión tratan de controlar.
Simultáneamente, los hombres somos hábiles para profesar y efectuar el mal, aunque con un cargo de conciencia que nos obliga a rendirnos, solicitando el perdón y buscando un sentido de reconciliación. Posiblemente, el impulso del arrepentimiento representa un ilusorio deseo infantil para retornar al paraíso de la unidad y la felicidad. La búsqueda del perdón, no es lo mismo que el intento por reconciliarse con la autoridad de Dios quien termina venciendo como el creador dominante. El perdón de los pecados es una suposición que se presenta como la alternativa inventada por los hombres expulsados del paraíso, hasta que rectifiquen sus conductas equivocadas.
Por otra parte, la búsqueda de una reconciliación entre la raza humana y su creador proviene del sufrimiento de haber sido expulsados de aquella unidad primigenia, denominada paraíso. En el fondo, tal paraíso es una fantasía cuya lejanía provoca un sufrimiento espiritual cuando algunos seres humanos se consideran no merecedores de una bendición, debido al ejercicio del mal que prevalece en sus acciones; sin embargo, la experiencia de una “pérdida del paraíso” es lo mismo que extraviar la unidad, el equilibrio y la felicidad original. Es aquello que estimula distintas acciones cuyo propósito es reconciliarse con las experiencias ligadas a lo supremo. Esta es la razón que explica por qué distintos tipos de religiones son los instrumentos más útiles para combatir el mal, o lo que es lo mismo, para enderezar la vara torcida de cualquier voluntad humana.
El ejercicio del mal es el sentido de realidad que el mundo soporta cada día. Junto a éste se presentan un conjunto de imaginarios donde ingresa el sentido religioso. En los sueños retorna intensamente la utopía para remontar los errores del mal, mientras que al despertar, los seres humanos enfrentamos el sentido de realidad construyendo intentos de reconciliación con los conceptos de ética y justicia, junto al sosiego que nos lleva a reconocernos imperfectos, pero por esto mismo, luchamos hasta plasmar obras supremas donde brillen la felicidad, el perdón y la unidad de un recomienzo que se encamine hacia el bien.
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