El siglo XXI no solamente es testigo de las revoluciones tecnológicas más impresionantes, sino que al mismo tiempo evidencia una extraña convivencia entre dos mundos mutuamente excluyentes: la secularización, es decir, el proceso cultural por medio del cual, tanto el racionalismo como la Razón humana, rechazan cualquier explicación trascendental, divina o religiosa, privilegiando la confianza en el poder de la ciencia; por otro lado, el mundo secular camina junto al resurgimiento de múltiples credos religiosos y un renovado interés por todo tipo de misticismos que anhelan un más allá paradisíaco donde pueda plasmarse el renacimiento espiritual de la humanidad.
Tanto el racionalismo como el desarrollo científico caracterizan a la modernidad y los procesos de modernización en cualquier parte del mundo; sin embargo, las religiones universales como el cristianismo, el credo islámico y otras filosofías espiritualistas del oriente hinduista, budista o taoísta, son constantemente reinterpretadas a la luz de las calamidades como el incremento de la violencia urbana, el hambre, la pobreza mundial, la inseguridad fruto de enfermedades infecciosas, el miedo a una hecatombe nuclear o medioambiental, y el deseo por reconciliar la Razón instrumental del occidente secularizado, con la protección de la naturaleza a escala global.
En el terreno político, el fin de la Guerra Fría popularizó la idea de un final de la historia y las ideologías para ensalzar una nueva época, caracterizada por el triunfo de la democracia liberal y el atractivo de la sociedad de mercado. La búsqueda del crecimiento económico transmitió varios mensajes donde, supuestamente, era más importante consolidar una voluntad humana que haga prevalecer su conducta racional privilegiando sus intereses y beneficios personales, junto con las múltiples opciones de consumo que el mercando iba a proveer.
De pronto, las convicciones políticas o las filosofías clásicas en torno a la naturaleza humana y la representación del hombre en la modernidad capitalista, fueron vistas como inútiles, en medio de una defensa a ultranza de las satisfacciones materialistas. Esto fue un error grave y, hasta cierto punto, completamente absurdo porque ni el mercado y ningún sistema pluralista que reconozca los derechos civiles como las democracias contemporáneas podrían prescindir de creencias donde se expliciten claramente cuáles son los sentidos de la vida, del espíritu humano que se esfuerza por construir obras imperecederas o, simplemente, ideas capaces de reconocer las múltiples limitaciones del hombre en medio de la evolución del universo cuya finalidad última, probablemente no existe.
Los credos religiosos y las convicciones ideológico-filosóficas están saludables y plenamente vigentes. El sentimiento de lo sagrado desempeña un papel central para cualquier clase social, aunque también se esconde una duda fundamental: ¿en qué creen las grandes mayorías del siglo XXI?, ¿éstas se sienten convencidas por ideologías? o simplemente fingen para explotar únicamente su ego? Por supuesto que resaltarán un sinfín de hipocresías al confirmarse la enorme distancia existente entre aquello que las personas dicen creer y lo que realmente practican; de todos modos este no es el centro del problema.
Las religiones junto con las ideas políticas y filosóficas son la manera en que los hombres aceptan sus derrotas o sus éxitos como inevitables. Aceptar la vida como derrota o fortuna no es posible, sino a condición de identificar una serie de explicaciones sobre el sentido de la vida; sentido que no está sujeto únicamente a la racionalidad científica del mundo moderno, sino condicionado a la aceptación de un orden que girará en torno a diversos entendimientos de lo sagrado.
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