Es increíble cómo las mentiras, el engaño y las
estrategias para confundir, a propósito, a la opinión pública, hoy en día, se
diseminan como un proceso natural, sobre todo en el ámbito de las redes
sociales por medio del Internet. En la era digital, la opinión pública
atraviesa una profunda crisis marcada por la desinformación, la polarización y
la pérdida de confianza en las instituciones democráticas. Las redes sociales,
lejos de fortalecer la deliberación ciudadana, muchas veces la debilitan
mediante la difusión viral de discursos “emocionales”, rencores y acciones
estratégicas para legitimar la venta de productos, dogmas e ideologías. Frente
a este panorama, la “teoría de la acción comunicativa” del filósofo alemán,
Jürgen Habermas, ofrece una perspectiva crítica para comprender cómo se ha
degradado la esfera pública contemporánea y qué caminos podrían tomarse para su
recuperación.
Habermas distingue dos formas de interacción humana:
la “acción comunicativa”, que busca el entendimiento racional entre
interlocutores y la “acción estratégica”, propia de la política que utiliza el
lenguaje como medio para lograr fines particulares, sin importar el acuerdo
mutuo, sino estimular todo lo contrario: el engaño y la manipulación. En la
dinámica de las redes sociales prevalece la acción estratégica. Los discursos
públicos se orientan más a captar atención, generar impacto emocional o
reforzar identidades de grupo, antes que promover el debate racional. Se trata
de estimular las reacciones básicas de miedo, odio, resentimiento, agresividad
y la impulsividad irracional. Este fenómeno deforma el proceso de formación de
la opinión pública, que es un ámbito esencial para obtener la legitimidad
democrática de un gobierno, del Estado y los partidos políticos.
Otra noción fundamental destacada por Habermas, es la
colonización del “mundo de la vida” por parte de las acciones estratégicas
dentro de los sistemas social y político. Esto ocurre cuando las lógicas
económicas y burocráticas invaden las relaciones sociales, afectando los
valores, la cultura y la comunicación cotidiana. Para la acción estratégica, lo
mejor es relegar o borrar las capacidades racionales de los individuos que
buscan entenderse, a través de un lenguaje y comunicación que tenga sentido y
sea genuina.
En el entorno digital, los algoritmos que rigen el
contenido priorizan la rentabilidad, la polarización, el sensacionalismo, las
contradicciones y el ánimo por confundir, con la finalidad de evitar el entendimiento
recíproco y bloquear el ejercicio del criterio reflexivo. Esta lógica mercantil
transforma el espacio público en un “mercado de opiniones”, donde la verdad es
derrotada por los influencers, los periodistas
mercenarios y la gente común que busca hacer viral su narcisismo. En este caso,
el “diálogo argumentado” se ve desplazado por el ruido constante de miles de
datos y la difusión absurda de banalidades que solamente divierten, o encierran
a la opinión pública dentro de las tendencias del consumo comercial, la
búsqueda del placer y los escándalos.
La esfera pública, que según Habermas debe ser un
espacio “deliberativo” donde los ciudadanos discutan libremente los asuntos
comunes, se ve profundamente afectada, o en otros casos, tiende a desaparecer.
Las redes sociales fragmentan la esfera pública y la convierte en un mundo de múltiples
burbujas informativas (la mayoría plagadas de mentiras), dificultando el
encuentro entre diferentes perspectivas imparciales, bien sustentadas o
razonablemente discutidas. La personalización de los contenidos y la
sobreexposición a discursos que confirman creencias previas o prejuicios,
profundizan la polarización y erosionan la posibilidad de llegar a consensos
racionales. Así, la opinión pública se vuelve frágil, emocional y fácilmente moldeable.
Desde la teoría propuesta por Habermas, esta situación
donde predominan las redes sociales y la población se acostumbra a los
escándalos y al miedo, constituye una forma de comunicación “sistemáticamente
distorsionada”, que impide a los sujetos participar en condiciones de igualdad
en la construcción de sentido común. La ideología, para Habermas, no se limita
a un sistema de ideas falsas, sino que se manifiesta como una estructura
comunicativa desfigurada que impide los consensos racionales. Las actuales
tecnologías de comunicación digital promueven, constantemente, la diseminación
de ideologías como procesos de comunicación sistemáticamente distorsionados que
destruyen, en cualquier sujeto, la posibilidad de alcanzar un consentimiento
racional mediante la participación libre, equitativa y con sentidos entendibles
en el discurso.
Combatir esta distorsión implica reconstruir las
condiciones necesarias para una acción comunicativa fidedigna. Esto implica
tener acceso equitativo a la información verificada, al pensamiento crítico, al
debate sin distorsiones y un acceso a la participación libre, dentro de un
entorno donde la validez de los argumentos domine sobre el autoritarismo o la
manipulación.
Desde una mirada personal, este análisis evidencia que
la agonía de la opinión pública, no es solo un fenómeno tecnológico o cultural,
sino también una señal de profunda crisis ética y política. La democracia no
puede sostenerse sin una comunicación pública racional y orientada al
entendimiento. Recuperar la esfera pública exige fortalecer la educación
crítica, exigir transparencia en las plataformas digitales y defender espacios
de diálogo donde los ciudadanos puedan deliberar en condiciones de igualdad. En
tiempos donde la verdad parece difusa y la confrontación de falsedades crece,
el pensamiento de Habermas nos recuerda que la “calidad de la comunicación”, es
el regazo fundamental de toda legitimidad democrática.
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