EL ESTADO BOLIVIANO EN EL BICENTENARIO: REFORMAS ESTRUCTURALES PARA EL SIGLO XXI

 

A dos siglos de su fundación, Bolivia enfrenta una encrucijada histórica: superar las inercias del patrimonialismo, la ineficiencia institucional y el clientelismo que debilita las estructuras estatales, mientras también redefine su rol geopolítico en un escenario global complejo. Este análisis propone una reflexión crítica para insistir en la ejecución de reformas estatales urgentes, a partir de diagnósticos históricos y desafíos contemporáneos, sobre todo para enfrentar la crisis económica profunda, debido al agotamiento de la economía del gas y la excesiva vulnerabilidad del país en el mercado mundial. Es fundamental destacar seis ámbitos de análisis.

 

En primer lugar, hay que afrontar la herencia histórica y fracturas institucionales que el Estado boliviano arrastra desde el siglo XIX. El Estado continúa siendo un aparato centralista que priorizó el control territorial, colocándolo por encima de los derechos ciudadanos, debilitando la necesaria descentralización política y dependiendo excesivamente de la explotación irracional de sus recursos naturales.

 

La Revolución Nacional de 1952 introdujo derechos sociales y, al mismo tiempo, consolidó un conjunto de mecanismos prebendales de control político, los cuales limitaron profundamente la verdadera transformación del Estado que dejó de ser una red de instituciones eficientes y democráticas, para convertirse en un escenario de lucha por el control de dinero y privilegios para beneficiar a infames oligarquías.

 

La Constitución de 1826 estableció un modelo unitario, el cual fue replicado hasta la aprobación de la nueva Constitución en el año 2009, cuando se reconoció al Estado Plurinacional que terminó transformándose en una retórica, al seguir reproduciendo las dinámicas de un “modelo elitista-ineficiente”, de manera que aún persiste una brecha entre el diseño constitucional y su implementación práctica, donde las élites gobernantes utilizan a las organizaciones estatales como instrumentos de control social y dominación política autoritaria, que desprecia los mecanismos institucionales de un sistema democrático.

 

El modelo elitista de Estado que aún pervive, prioriza la supervivencia política de los partidos sobre los objetivos del “bien común”. Este déficit de estatalidad se manifiesta en la persistencia de una dinámica negativa que va tensionando el escenario político entre patrimonialismo, prebendalismo y clientelismo, que ha permanecido como una mala costumbre dentro de la gestión pública, deteriorando a las instituciones y consolidando varios incentivos a la corrupción.

 

En segundo lugar, el centralismo estatal trató de cambiar con la instauración de un régimen autonómico, pero surgieron también nuevos clientelismos regionalistas, donde lo público siguió administrándose como si fuera una propiedad privada. La Constitución de 2009 reconoció a las autonomías, aunque su desarrollo legislativo mantuvo lógicas centralistas e ineficientes, con el mal hábito de privilegiar a pequeñas élites regionalistas.

 

La herencia de un Estado construido por la dominación colonial, antes que un consenso social no discriminatorio y el reconocimiento eficiente de una descentralización política, terminó por consolidar a un Estado incapaz de reformarse y actuar como una entidad neutral, equitativa y proclive a la erradicación de la pobreza. Con un régimen autonómico, todavía existe la necesidad de un nuevo pacto fiscal que combine eficiencia con justicia territorial y regional, para que las gobernaciones actúen de manera eficiente, promoviendo el combate a las desigualdades socio-económicas.

 

En la profundización de un régimen autonómico, se requiere de un “federalismo operativo”, con la probable transferencia real de cerca de un cincuenta por ciento de competencias del Estado central hacia las entidades autónomas, además de fondos concurrentes para proyectos intermunicipales y mecanismos de democracia directa en la planeación territorial.

 

En tercer lugar, las transformaciones estructurales del Estado necesitan construir un “modelo democrático-incluyente” con plena soberanía política, donde diferentes organizaciones de la sociedad civil puedan negociar cualquier política pública mediante “consenso”, de manera que el Estado actúe como árbitro neutral y la ciudadanía ejerza un control eficaz y transparente sobre algunas decisiones en diferentes proyectos de desarrollo. Solamente así se erradicará el clientelismo y patrimonialismo que destrozan las estrategias de reforma estatal, sobre todo por los terribles casos de corrupción en los que termina. Por ejemplo, el programa “Bolivia Cambia, Evo Cumple” (2007-2015) muestra cómo los mecanismos clientelares se reinventan, pues el 73% de sus proyectos fueron ejecutados en municipios con alta adhesión al partido gobernante, el Movimiento Al Socialismo (MAS). Así, los recursos estatales, únicamente se utilizan para reforzar las lealtades políticas y liquidar al Estado democrático.

 

Entre las consecuencias detestables de estas prácticas anti-estatales, surge el desprecio de la meritocracia en las instituciones públicas, junto con el desvío de recursos de políticas universales, para entregarlos como si fueran dádivas, solamente a grupos focalizados como seguidores del partido gobernante. Estas prácticas desgastan constantemente la confianza en las instituciones democráticas.

 

El diseño e implementación de reformas estructurales del Estado, requiere una modernización burocrática, mediante un sistema único de selección meritocrática con evaluaciones periódicas. Asimismo, es vital el avance hacia un tipo de gobierno electrónico que estimule la digitalización integral de la mayor parte de los trámites en entidades públicas, tratando de simplificar procedimientos y plazos.

 

En cuarto lugar, las reformas estatales deben combinarse con un programa nacional de “ética pública”, con rendición de cuentas, sobre todo en los ámbitos del Poder Judicial y la lucha anticorrupción. Es por esto que la reforma del Consejo de la Magistratura debería incorporar la participación ciudadana, ligada a la instauración de Fiscalías especializadas en los delitos económicos transnacionales.

 

La reforma judicial es imprescindible, considerando la protección a los denunciantes de grandes casos de corrupción, por medio de una ley que favorezca a quienes tienen información clave en la manipulación de algunas contrataciones estatales.

 

En quinto lugar, en el ámbito de la globalización, la explotación de los recursos naturales estratégicos como el litio, requiere de un Estado fuerte, con políticas coherentes y visiones de largo plazo. Por lo tanto, se requiere un paquete de reformas que articulen un marco regulatorio minero, con alianzas tecnológicas que posean control estatal y mecanismos anticorrupción muy efectivos en la suscripción de los contratos internacionales.

 

Entre las oportunidades, está el hecho de que Bolivia posee el 23% de las reservas de litio mundial, lo que nos vincula con la transición energética global y una industrialización post-extractivista; sin embargo, deben manejarse hábilmente los riesgos, entre los que destacan la dependencia de capitales extranjeros, las presiones geopolíticas de China y Estados Unidos, así como la captura rentista por parte de élites locales que quisieran monopolizar los beneficios económicos del litio.

 

Finalmente, en sexto lugar, la vinculación de Bolivia al sistema internacional de la globalización en el siglo XXI, exige repensar cuidadosamente las relaciones con Chile para plantear una nueva fase, después de los fallos negativos de La Haya (2018-2022). En consecuencia, se impone la necesidad de practicar una diplomacia basada en la “cooperación económica”, antes que en “reivindicaciones simbólicas”, de manera que puedan aprovecharse varios acuerdos bilaterales vigentes con Chile, en comercio e infraestructura, junto con estrategias de inserción en las cadenas de valor del océano Pacífico.

 

El Bicentenario nos plantea serios desafíos para la transformación estatal en Bolivia, cuyo primer paso sea preservar y consolidar un Estado democrático y eficiente. Esto exige superar la paradoja boliviana que se mueve entre la retórica formalista de su Constitución Política y la reproducción de prácticas políticas arcaicas. El Estado tendría que ser, simultáneamente, árbitro, empresario y mediador intercultural para evitar clivajes y conflictos destructivos.

 

Las reformas deben articular: a) el reconocimiento de un Estado Nacional fuerte, con eficacia administrativa; b) la soberanía económica fundada en la innovación de los conocimientos y la industrialización adaptada a la capacidad que tiene la economía boliviana, y ligada a la inversión extranjera directa; c) una “diplomacia de redes” para navegar dentro de la multipolaridad global; y d) una nueva reforma Constitucional que reconstruya varias instituciones, como el Banco Central y clausure o rediseñe las empresas estatales que están en bancarrota. Las instituciones democráticas deben convertirse en el escenario de cambios vitales para ejercer una verdadera práctica de los derechos y hacer del Estado, un instrumento al servicio de la ciudadanía y no de ineficientes y corruptas clientelas políticas.



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