En Bolivia, la
política siempre ha estado marcada por una fuerte presencia de líderes
carismáticos que concentran el poder en su figura personal. Este fenómeno,
conocido como caudillismo, impide que los partidos se fortalezcan como instituciones
democráticas y se renueven los liderazgos. En los últimos veinte años, figuras
como Evo Morales, Samuel Doria Medina y Jorge Quiroga han sido protagonistas de
este tipo de liderazgo caudillesco, lo cual afectó, por igual, tanto a la
izquierda como a la derecha boliviana. La reciente ruptura del bloque de unidad
entre Doria Medina y Quiroga es un ejemplo claro de cómo el caudillismo genera
divisiones por intereses personales, antes que por propuestas colectivas.
El caudillismo se
refiere a una forma de liderazgo donde una sola persona concentra el poder y
domina un movimiento o partido político. Es por esta razón que termina siendo
autodestructivo, tanto para el líder como para el sistema político, debido a
que centraliza el acceso y la construcción del poder en una sola figura,
debilitando las instituciones; no permite la renovación generacional, ni
programática porque el caudillo se refiere a sí mismo como un círculo vicioso
de virtudes y egoísmos; vive de la lealtad personal, no del debate ni del
disenso; y genera una relación vertical entre el líder y su base, donde la
crítica interna es vista como “traición”. Cuando el caudillo cae (por muerte,
escándalo o fracaso), todo su proyecto se desmorona porque no hay ninguna estructura
que lo sostenga. Este patrón es similar en los movimientos autoritarios, como
el fascismo histórico.
La autodestructividad
del caudillismo siempre estuvo presente en las raíces fascistas de este
fenómeno, de manera que sus rasgos principales se enmarcan en el líder
carismático que cree ser el único sujeto que encarna la nación. De aquí que el
caudillo rechazará constantemente el pluralismo y el parlamentarismo. El uso
del mito, la propaganda y el “enemigo interno”, le sirve al caudillo para
unificar a las masas, a quienes las considera un conjunto de seres carentes de
voluntad y capacidades de transformación. Además, los caudillos fascistas
siempre exaltarán a la violencia como una fuerza, supuestamente, regeneradora
del orden.
El liderazgo caudillista,
por lo tanto, suele estar acompañado del “mesianismo”, es decir, de aquella
creencia popular que considera al líder como el “ungido” que puede salvar o
guiar al país. En Bolivia, muchos seguidores de Evo Morales lo miran de esa
forma, como si fuera indispensable para el futuro del país. Lo mismo ocurre en
la derecha, donde Doria Medina y Quiroga continúan siendo las principales
caras, a pesar de que sus partidos no lograron renovarse con otro tipo de
líderes más jóvenes.
Esta clase de
liderazgo impide el desarrollo de “partidos programáticos”, es decir, partidos
que se basen en propuestas, ideologías claras y, sobre todo, que incluyan
activamente a la participación ciudadana dentro de un sistema democrático. En
lugar de eso, los partidos bolivianos se reducen a ser vehículos personales
para que sus líderes se mantengan en el poder. Así, en vez de trabajar por un
proyecto colectivo, se concentran en las decisiones, fobias y megalomanía de
una sola persona.
Los politólogos
Stein Rokkan y Seymour Martin Lipset desarrollaron una teoría para entender
cómo se forman los partidos políticos en las democracias consolidadas. Ellos
hablaban de “clivajes o divisiones” importantes dentro de la sociedad, como,
por ejemplo, la polarización entre el área rural y las ciudades, o entre la iglesia
y el Estado, divisiones que luego se reflejan en los partidos.
En Bolivia, también
existen muchos clivajes; por ejemplo, entre los sectores indígenas y mestizos,
entre las regiones como el altiplano y el oriente, o entre ricos y pobres. Estos
clivajes no han dado lugar a la conformación de partidos programáticos
estables. Esto se debe, en parte, al caudillismo, ya que, en lugar de
organizarse según los conflictos sociales y las dinámicas del clivaje
político-cultural, los partidos se van armando, casi únicamente, en torno a
líderes carismáticos, algunos de los cuales se consideran “insustituibles”. Si
reflexionamos las tesis de Rokkan y Lipset, ellos dirían que Bolivia tiene un
sistema político donde los clivajes sociales no se transforman en estructuras
partidarias fuertes, porque los partidos son débiles y demasiado personalistas.
Cuando la política
gira solamente en torno a los caudillos, se limita el debate democrático. Las
decisiones se toman desde arriba, sin consultar a las bases o a la ciudadanía.
Además, se hace muy difícil renovar los liderazgos, pues los mismos personajes
dominan la escena durante décadas, lo que cierra el paso a las nuevas generaciones,
sobre todo, con ideas frescas.
Un patrón de
caudillismo lamentable, es la actual ruptura entre Samuel Doria Medina y Jorge
Quiroga, dos figuras que ya fueron actores políticos desde hace mucho tiempo.
En vez de unir fuerzas con la finalidad de crear una alternativa sólida para
hacer frente de manera más eficaz al Movimiento Al Socialismo (MAS), sus
intereses personales terminaron por fragmentar a la oposición. Ahora bien, lo
mismo ocurre en el MAS, donde Evo Morales todavía busca ser candidato, pese a
que su partido podría renovarse con otros líderes jóvenes.
El caudillismo
boliviano, tanto en las versiones de izquierda como de derecha, continúa siendo
un grave obstáculo para el fortalecimiento democrático. Si figuras como Samuel
Doria Medina y Jorge Quiroga insisten en mantener sus orientaciones
egocéntricas, priorizando su permanencia personal en la política, por encima de
la construcción de proyectos colectivos, Bolivia se dirige hacia un futuro
político empobrecido y repetitivo. En lugar de ofrecer alternativas sólidas, la
oposición seguirá dividida y atrapada en rencillas de poder inútiles, mientras que
el oficialismo perpetuará el mismo modelo populista, ineficiente, corrompido y
autoritario, bajo el liderazgo centralizado de Evo Morales y otras facciones
similares.
Pero el daño no es
solo institucional. El caudillismo también transforma a la sociedad boliviana
en una “masa irrepresentable”, que deja de pensarse como un sujeto político y
se convierte en objeto de estricta manipulación. En este contexto, la relación
entre el líder y el pueblo, cae en la lógica de la “dialéctica del amo y del
esclavo”, donde el caudillo necesita la obediencia pasiva para legitimarse, mientras
que el pueblo se somete, ciegamente y sin alternativas, a la búsqueda de
protección o “salvación”. Esta relación impide la emancipación ciudadana y
bloquea la construcción de una representación política auténtica.
El caudillismo, como
absurda forma de liderazgo personalista, puede derivar en cualquier tipo de
autoritarismo cuando no hay instituciones que lo regulen. En su versión
extrema, puede convertirse en algo similar al “fascismo histórico”, sobre todo
por su enfermiza relación emocional con las masas, el rechazo a la crítica y su
tendencia a destruir lo que no puede controlar. Fascismo y caudillismo son totalmente
autodestructivos, porque nacen de la centralización del poder y mueren con
ella.
Tanto Jorge
Quiroga, como Samuel Doria Medina, no pueden superar su modelo caudillista
porque nunca renunciaron a ser el centro de gravedad de sus proyectos
egolátricos. Su trayectoria histórica muestra que el caudillismo puede
presentarse como tecnocrático (Tuto), o empresarial (Samuel), sin dejar de ser
personalista, excluyente y antidemocrático en lo interno. Ambos reprodujeron la
lógica del “yo o el caos”, sin entender que la democracia se construye con
delegación, institucionalización y apertura generacional. Al no romper con el
patrón histórico del caudillo al estilo Melgarejo, su liderazgo tiende a ser
estéril y autolimitado.
Si no se rompe con
esta estructura de dominación simbólica y autocrática, el futuro de la
democracia en Bolivia seguirá siendo rehén del pasado, para, posteriormente,
embarcarse hacia la autodestrucción. La única salida es despersonalizar la
política, promover el surgimiento de nuevos liderazgos y construir partidos
programáticos, capaces de brindar propuestas de cambio viables y con la
habilidad de representar a los verdaderos clivajes sociales del país. Solamente
así, Bolivia podrá salir de la trampa del caudillismo improductivo y avanzar
hacia una democracia más madura, participativa y moderna.
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