Recordando con calma el comienzo de 2020, es imposible
dejar de sentir el miedo penetrante con la llegada de la pandemia. Todo el
mundo temblaba y los muertos, en masa, empezaban a aterrorizar desde las
pantallas y la publicación de noticias terribles sobre los efectos catastróficos
del Covid-19. Cinco años después, las cicatrices de la pandemia siguen impresas
en la piel y, con mayor incertidumbre y rencor, podemos decir que la salud continúa
estando en las peores condiciones. Los servicios de salud están masificados,
son ineficientes y en los casos de la atención privada, la salud es un lujo muy
caro.
La pandemia dejó tremendas consecuencias, sobre todo
en lo que se refiere a una crisis de los “derechos humanos”, pues nadie está
completamente seguro en los sistemas de salud ineficaces y deshumanizados. Las
empresas farmacéuticas y los médicos, en gran medida, solamente quieren hacer
dinero con el tratamiento de dolencias y miedos. Esta deshumanización converge
con la crisis de las democracias, que son víctimas de retrocesos autoritarios.
La gente está, cada vez más, en contra de la política
y el ámbito privado tampoco ofrece alternativas para una mejor convivencia
porque está sometido al beneficio económico y a lógicas particulares. El Índice
de Desarrollo Humano (IDH) lleva dos años consecutivos disminuyendo a escala
mundial, revirtiendo los logros alcanzados durante el periodo 2017-2022. Casi
todos los Estados, tanto en los países desarrollados como de ingreso medio y
los Estados pobres, tienen que estimular una mayor inversión, mejorar el
mercado de los seguros para una atención integral de la salud y fomentar la
innovación.
Una mayor inversión quiere decir que el Estado debe invertir
dinero en la identificación de energías renovables, la preparación para enfrentar
nuevas pandemias y peligros naturales extremos, aliviando las presiones sobre
la explotación irracional de los recursos del planeta, preparando a las
sociedades para controlar mejor las “crisis mundiales” como el Covid-19.
Los seguros de salud ayudarán a proteger a la
población de las contingencias en un mundo incierto. Un ejemplo es la necesidad
mundial de protección social a un costo accesible y con subvenciones creativas
para combatir las consecuencias del Covid-19 y nuevas epidemias graves.
La innovación en sus diferentes formas, sea ésta tecnológica,
económica o cultural, resultará esencial para responder a los desafíos
desconocidos que enfrenta la humanidad frente a las amenazas de otras
enfermedades. La educación y las universidades, como siempre, deben esforzarse
más para repensar el “futuro”. Pero qué es el futuro, cuál es su contenido y
cuáles son las innovaciones que se requieren pensar para retomar la confianza
en lo que está por venir. ¿Sabemos hacia dónde estamos yendo?
Uno de los aspectos importantes es afrontar el “antropoceno”.
Este fenómeno es un conjunto de transformaciones sociales intencionadas, generadas
por el ser humano, como la destrucción de la naturaleza y diferentes acciones
donde se han incrementado las desigualdades socio-económicas. Estos fenómenos
aumentan una creciente polarización: conflictos entre pobres y ricos, entre
regímenes autoritarios y luchas de democratización, entre la lógica del mercado
y la demanda por mayor protección social para erradicar la pobreza.
Por otra parte, el uso de la tecnología es un arma de
doble filo ya que las potentes nuevas tecnologías de la información, bases de
datos y comunicación, podrían empeorar las vidas inestables de millones de
ciudadanos y la incertidumbre. Desde las noticias, las mercancías y la
publicidad, hasta las relaciones que forjamos en línea y en la vida real,
nuestras vidas están cada vez más determinadas por controles tecnológicos como
los algoritmos y, en particular, por todo tipo de inteligencia artificial.
Para las personas que se conectan a Internet, cada
aspecto de sus vidas se convierte en datos que se pueden “vender”, lo que
plantea interrogantes sobre quién tiene acceso a qué información, especialmente
a la información personal sensible y cómo se utiliza, muchas veces para
aprovecharse de las personas y manipularlas. Las “redes sociales” se han convertido
en escenarios de acoso, desinformación y abuso desmedido, confundiendo a los
ciudadanos y generando problemas de salud mental como la ansiedad o la
distorsión de la realidad.
En el caso de América Latina, toda la región enfrenta
una crisis social prolongada que empeoró por un contexto de incertidumbre a lo
largo de toda la pandemia. Los más afectados fueron los niños, las familias pobres,
indígenas, afrodescendientes, las mujeres jefas de hogar y las personas de la
tercera edad. En general, los más desprotegidos. Esta preocupante realidad
despierta muchas dudas, sobre todo porque la pandemia mostró de forma
descaranda que ya no es posible confiar en las democracias.
Asimismo, los Estados latinoamericanos que no supieron
enfrentar el Covid-19, tampoco estuvieron preparados para tomar buenas decisiones
que realmente beneficien a toda la población. Después de la pandemia,
permaneció la desconfianza e, inclusive, cierto odio hacia la democracia que
nunca supo ofrecer alternativas materiales y efectivas para enfrentar crisis agudas
y el deterioro progresivo de las condiciones de vida.
Todo el continente latinoamericano continúa expuesto a
un inestable escenario geopolítico y económico que, lamentablemente, ha
empeorado debido a la guerra en Ucrania, la franja de Gaza y los conflictos en
Siria. Este escenario sigue llevando hacia una desaceleración del crecimiento
económico y una lenta generación de empleo. Hoy día, no hay empleos de calidad
y existe una inflación que no deja de incrementar los precios de la energía y
los alimentos. Esta situación conduce a América Latina hacia un retroceso en su
desarrollo social y a una “inestabilidad” en los planos social, económico y
político. El efecto inmediato, es un sentido de desprotección que sienten
millones de personas porque no encuentran muchas opciones para garantizar su
bienestar y el ejercicio de sus derechos.
El impacto de la pandemia en el sector educativo también
fue profundo, generándose una crisis silenciosa como consecuencia de la
prolongada interrupción de la educación presencial y la pérdida de varios
aprendizajes. La educación no tuvo una respuesta inmediata durante la crisis,
lo que aumentó las desigualdades educativas preexistentes. Toda una generación
de niñas, niños, adolescentes y jóvenes sufrieron (todavía sufren) el llamado “efecto
cicatriz” que destruye las oportunidades de desarrollo en América Latina y el
Caribe.
Antes de la pandemia, las cicatrices como la pobreza,
la discriminación de los grupos vulnerables, la deficiencia de los servicios de
salud y educación, se agravaron todavía más durante la pandemia. Las cicatrices
sociales, culturales, políticas y económicas permanecen, o se han abierto
nuevas heridas como la violencia contra los niños y las mujeres. El efecto
cicatriz se ha convertido en una especie de “crisis estructural”, la cual no va
a poder ser solucionada durante mucho tiempo.
Frente a las cicatrices de América Latina, la
educación digital y las transformaciones tecnológicas para ayudar a los
aprendizajes que surgieron luego de la pandemia, no están funcionando como se
esperaba porque lo que ahora se necesita, es la generación de más fuentes estables
de empleo con calidad para millones de nuevos profesionales y jóvenes que
ingresan al mercado de trabajo. De lo contrario, las cicatrices de la
pobreza y la desigualdad van a perpetuarse.
La interrupción de las clases presenciales creó una gran
discontinuidad en los estudios y cuando hubo la posibilidad de un acceso por
vía remota a través de Internet, las desigualdades también fueron enormes. Los
estudiantes de clases medias y altas accedieron (acceden) a equipos como
tabletas, computadoras o celulares, mientras que los estudiantes de clases
populares y pobres, ni siquiera tienen con qué estudiar y menos poder pagar de
manera regular un servicio de Internet para las clases virtuales.
Así surge la pérdida de oportunidades de aprendizaje y
un aumento del abandono escolar. Con la pandemia, se debilitó la protección de
los derechos esenciales de las niñas, niños y adolescentes, incluida su
exposición a la violencia, que también se incrementó en los periodos de
encierro, agregándose los problemas de salud mental, debido a situaciones de zozobra,
abandono y ausencia de soluciones estables para miles de familias.
Todo en nuestra vida se convirtió en un océano de incertidumbres, motivo por el cual, se hace casi imposible enfrentar acertadamente el deterioro socio-económico. El problema en el decaimiento del desarrollo humano, radica en las soluciones que, hoy en día, son opacas y tampoco se sabe cómo rearmar una “ruta clara”, cómo ser más eficaces o cómo romper con las dinámicas polarizadas durante algunos conflictos armados y situaciones sociales que acrecientan las rupturas insalvables entre pobres y ricos. El embarque “hacia la deriva” al cual fuimos sometidos con la pandemia se mantendrá, probablemente, incluso en los próximos 30 años. ¿Quiénes y cómo sobreviviremos?, no se sabe.
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