Pasaron cinco años desde que los golpes mortales de la
pandemia llamada Covid-19 nos dejó con un amargo sabor y profundo dolor. De
pronto, el mundo entero se estancó y las noticias sobre miles de enfermos que
estaban al borde la muerte y otros tantos abandonados a su suerte, inundaron de
incertidumbre y terror la vida diaria. Nadie sabía cómo enfrentar aquel virus
tan terrible y todos los países, pobres y ricos, se encontraban, por igual,
inermes, en medio del caos que azotó sin piedad las estructuras de los sistemas
de salud en todo lugar.
La llegada del Covid-19 fue un absoluto desastre, ahora
que podemos evaluar con relativa mayor claridad sus impactos económicos,
políticos y emocionales. Las consecuencias fueron tan devastadoras que, en
algunos casos, inclusive hoy día, no sabemos dónde estamos yendo. En América
Latina y Bolivia, por ejemplo, los seguros de salud a corto plazo y las
políticas integrales de atención universal, siguen sin recibir el
financiamiento necesario y no han aprendido mucho sobre cómo enfrentar
eficientemente las demandas de atención primaria de salud.
El Covid-19 nos sentó la mano y, tanto ricos como
pobres, somos víctimas impávidas de una “inseguridad” que, lamentablemente, se sigue
reproduciendo sin cesar. Tal como
acertadamente lo estableció el Programa de las Naciones Unidas para el
Desarrollo (PNUD) en su informe 2021-2022, el mundo entero vive “tiempos
inciertos” y está lleno de “vidas inestables”. El Covid-19 mostró que las
políticas públicas de salud, son un negocio para favorecer a unas cuantas
empresas y cuando se trata de responder a crisis de salud muy graves, los
gobiernos terminan en callejones sin salida, sin confianza y sin políticas
claras para atender a la población.
Por otra parte, los impactos del Covid-19 durante los
dos años de la pandemia (2020-2022), empeoraron la desigualdad socio-económica en
el planeta y destruyeron muchos años de esfuerzos para mejorar y proteger la
educación. Sin duda, el mundo está tratando de recuperarse después de los
golpes más duros de la pandemia, pero no es posible, por lo menos por el
momento y en los próximos 5 años (hasta 20230), retomar un crecimiento económico
sostenible.
Después del Covid-19, la globalización como fenómeno
cultural, económico y político, está sometida a un encadenamiento de crisis
agudas, si analizamos otros factores como diferentes conflictos armados, donde
destaca la guerra en Ucrania, el terrorismo entre Israel y Gaza y, cómo no, los
desastres naturales a consecuencia del cambio climático. El mundo entero es un caos
porque la globalización no es otra cosa que una red de “incertidumbres
crónicas”.
¿Cómo se podría controlar, en la actualidad, tanta
incertidumbre? El problema central no se refiere al hecho de encontrar
“certezas”, sino que existe la necesidad de lograr verdaderas reformas
políticas, institucionales y mayores dosis de ética para erradicar la pobreza,
reducir las desigualdades, evitar la corrupción en los Estados democráticos,
tener gobiernos eficientes y asumir una visión más completa sobre la “equidad”
y la participación de los países ricos que podrían transferir recursos y
oportunidades a los países más pobres, con la finalidad de alcanzar
un sistema internacional más fraterno, con la capacidad de reducir, no
solamente las incertidumbres, sino también el odio para encontrar nuevos rumbos
hacia una paz perpetua.
La globalización se ha transformado en una broma de
mal gusto y una mentira que terminó siendo pura retórica, cuando pensamos en el
excesivo optimismo que nos trataron de vender. Si vale la pena apreciar la
globalización, entonces que los países ricos empiecen por perdonar la deuda
externa a los países pobres, que aumenten los recursos para el alivio a la
productividad de alimentos y se reduzcan las prácticas de desperdicio y
contaminación masiva para combatir el cambio climático de una vez por todas.
Asimismo, que las potencias del G-7 contribuyan realmente a la pacificación en
la franja de Gaza, en la guerra Rusia-Ucrania y se termine con la impunidad y
el genocidio en Yemen, Siria y Sudán.
Con el Covid-19, toda decisión política e iniciativa
de gobierno están subordinadas a la “inestabilidad”, un fenómeno que se refiere
a la ausencia de condiciones seguras en el empleo, los ingresos, el respeto a
los derechos humanos, a una vida sometida a la pobreza permanente en muchos
países, junto con la persistencia despreciable de la desigualdad. El Covid-19
nos dejó cojos en las políticas de salud y a estos problemas se suma un medio
ambiente destruido. El planeta está dejando de ser un lugar seguro para que la
vida humana siga floreciendo. En síntesis, vivimos en una época de pesimismo y fluctuaciones
difíciles de controlar. La idea de “progreso”, simplemente desapareció.
Durante mucho tiempo, desde finales de la Segunda
Guerra Mundial, hasta finales del XX, en el mundo había cierta confianza en
torno a la idea de progreso, entendido como un mejor nivel de vida, un ingreso
per cápita más alto y una industrialización que iba a contribuir a una vida
mejor. Tanto Europa como Estados Unidos se presentaban como los modelos del
progreso a seguir. Esto fue una fantasía porque las vidas inestables, la decepción
con el progreso y la inestabilidad en la economía, junto con la decadencia del
medio ambiente, apuntan hacia un escenario donde ningún país puede ser
considerado como “modelo” a imitar. En todos los continentes existe, por igual,
una crisis del desarrollo económico, excesiva pobreza e injusta desigualdad.
Las crisis mundiales se han acumulado: la crisis
financiera del año 2008; la crisis climática es una permanente amenaza; la
pandemia del Covid-19 y la crisis global de los alimentos, generan demasiada
zozobra y sufrimiento en millones de ciudadanos. Ya no se puede tener un
control sobre nuestras vidas. Además, las normas e instituciones de las que
solíamos depender para nuestra estabilidad y prosperidad, no están capacitadas
para afrontar las incertidumbres actuales. Las instituciones públicas y
privadas no supieron cómo mejorar los servicios de salud y esto debemos cambiar
definitiva y prioritariamente. Hoy día, necesitamos, cuanto antes, un mínimo de
certezas sobre cómo financiar una cobertura universal de salud, una educación
con la tecnología adecuada y cómo fortalecer las democracias para no recaer en el
neofascismo y la dictadura. Sin embargo, poco sabemos y las nuevas generaciones
tienen el reto, por lo menos, de reinterpretar correctamente esta realidad incierta
para volver a despegar como ave fénix, de las cenizas del Covid-19, con el
objetivo más simple de sobrevivir dignamente.
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