Vivimos en una época en la que la ética es constantemente
puesta a prueba, asediada por las contradicciones de un mundo que parece
empeñado en erradicar el sentido y pulverizar la dignidad humana. La reflexión
sobre la ética exige sumergirse en los abismos filosóficos, donde la
desesperanza y la lucidez se entrelazan simultáneamente. Analizar las
posiciones del filósofo rumano, Emil Ciorán, con su pesimismo corrosivo y
agudo, del francés, Albert Camus, con el absurdo existencial y la libertad que
condena, y del premio Nobel de literatura, Jean-Paul Sartre, con su defensa
humanista del existencialismo, permite evidenciar cómo la ética, lejos de ser
un mero conjunto de reglas, es una “trinchera vital” y el último refugio ante
la barbarie contemporánea: violencia, destrucción de la civilización y
decadencia de los principios morales universales.
La actualidad, marcada por crisis sociales, ambientales, tecnológicas,
culturales y ecológicas, nos exige repensar la importancia de una ética férrea,
capaz de resistir la tentación del nihilismo, el placer inmediato y el dinero
fácil. La ética, bajo la mirada de Ciorán en su libro La tentación de existir, se sostiene en el filo de la “desesperación”.
No es un refugio cómodo, ni tampoco una plataforma para héroes virtuosos. Es,
más bien, una forma de resistencia contra el autoengaño y el conformismo. La
insatisfacción constante, la crítica corrosiva y la negación de toda certeza
absoluta, constituyen un acto de integridad intelectual. Así, Ciorán nos recuerda
que, en múltiples situaciones, la ética más valiosa nace de la negativa a
aceptar la falsa tranquilidad de las respuestas preestablecidas: el placer y el
dinero como los únicos faros de la felicidad de propaganda. Ciorán desmonta las
ilusiones morales y religiosas modernas, pero al mismo tiempo defiende un tipo
de ética negativa o un tipo de una “ética del límite”: evitar el autoengaño, la
crueldad, el fanatismo y la complacencia con una realidad que necesita ser
cuestionada, denunciada y también ser dilucidada.
Albert Camus radicaliza el desencanto y lo convierte en la
piedra angular de su filosofía del absurdo. El ser humano, según Camus, está
lanzado a un universo indiferente, sin sentido, ni orientación última. Pero
esta constatación, lejos de justificar la inercia moral o el suicidio
filosófico, es la base para una ética rebelde. Camus apuesta por la rebelión
lúcida: frente al sinsentido, la dignidad reside en la capacidad de afirmar la
vida, de actuar con solidaridad y justicia en medio de la incertidumbre. En su
ensayo El mito de Sísifo, ilustra
este desafío: aunque todo esfuerzo parezca condenado al fracaso, el ser humano
se engrandece cuando reconoce el absurdo, sin renunciar al empeño de sobrevivir
con valentía, amor y dignidad, cada día.
La aportación ética de Camus está en asumir la
responsabilidad de vivir plena y conscientemente, sin amparo metafísico; es
decir, sin un más allá ilusorio y delirante. El absurdo no conduce al nihilismo,
sino a la acción comprometida. Camus denuncia la barbarie contemporánea, la
violencia ciega y la inhumanidad, proponiendo una ética fundada en el coraje de
resistir y defender la dignidad común, incluso cuando el éxito es improbable o
momentáneo. Esta ética del absurdo es una invitación permanente a la
resistencia y la solidaridad, sobre todo amando y apreciando a quienes nos
rodean.
En contraste con la lógica del placer efímero y el dinero
rápido, Sartre, en su ensayo clásico, El existencialismo
es un humanismo, propone que la verdadera resiliencia nace de la coherencia
entre libertad y responsabilidad. La ética, en su visión, es el escudo que
protege la dignidad interior, frente a las tentaciones de una existencia vacía
y cómoda. Cada acto, cada decisión moral, constituye un acto de resistencia contra
la banalidad y la barbarie y, por eso mismo, garantiza que la vida tenga un
sentido genuino, aunque frágil y siempre “en proceso de mejoramiento y
resistencia valerosa”.
Renovar éticamente a las generaciones de hoy día, no
significa adaptarse pasivamente a los tiempos, sino reivindicar la necesidad de
un pensamiento propio, crítico y resiliente. Los jóvenes deben asumir el reto
de pensar por sí mismos, de buscar el valor de la honestidad y la coherencia,
aun cuando el entorno glorifique el atajo, la violencia o la indiferencia
moral. La verdadera rebelión, hoy no está en la destrucción sin rumbo, sino en
la capacidad de demostrar que es posible vivir desde la dignidad, sostener una
ética personal y resistir la seducción del vacío contemporáneo.
Fortalecer la ética, es un acto de renovación genuino
para cualquier juventud que aspire a transformar el mundo. Insistir en la ética,
contra viento y marea, es asumir la responsabilidad de reconstruir la
confianza, inspirar sentido y liderar con el ejemplo firme. Así, frente al caos,
la rede traiciones y la confusión, los jóvenes pueden ser faros de integridad,
articulando nuevas maneras de sobreponerse ante la barbarie, con la única
herramienta realmente revolucionaria: la dignidad ética.
En tiempos de crisis y barbarie, cultivar la ética no
significa buscar pureza o perfección, sino rechazar la mediocridad y la
complicidad con el mal. Es, sobre todo, el esfuerzo diario y consciente de
reinventar la dignidad, de no claudicar ante la violencia, el miedo y la
resignación. La ética es, entonces, una trinchera frágil pero imprescindible. La
última frontera en la que se juega nuestra capacidad de resistir y afirmar lo
humano de nuestra existencia.
Lo que estos pensadores nos enseñan no es cómo consolar
con teorías, sino cómo no mentir ante el dolor. No decir que “todo pasa por
algo”; tampoco decir que la vida tiene un sentido secreto. No decir que el
sufrimiento es una prueba con recompensa incierta. La ética permite decir,
simplemente, que lo que uno vive, muchas veces es injusto. No tiene explicación,
ni razón suficiente. Pero nuestra dignidad —y tu dolor— tienen valor. Y no
estás solo. La ética, en tiempos de barbarie, consiste en estar con el otro
cuando todo se derrumba; reconocer el sufrimiento de los otros sin minimizarlo.
Ofrecer presencia y compañía, no respuestas perfectas.

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