El politólogo argentino Guillermo O’Donnell, en su
célebre análisis sobre la “democracia delegativa”, identificó un patrón
recurrente en América Latina: presidentes elegidos democráticamente que luego
se conciben como intérpretes únicos
de la voluntad popular. Su legitimidad electoral les sirve de excusa para
concentrar poder, neutralizar controles institucionales, usufructuar el aparato
estatal y gobernar por decreto. Para O’Donnell, estos líderes son “salvadores
de la patria”, investidos por el voto con una autoridad casi sagrada, que los
coloca por encima de los partidos políticos, parlamentos o jueces.
Esa lógica, que él observó en Carlos Menem, Alberto Fujimori,
Hugo Chávez o los Kirchner, se convirtió en una advertencia temprana contra los
excesos del populismo latinoamericano. En sus palabras, la democracia
delegativa es un “nuevo animal peligroso” que conserva la forma electoral de la
democracia, pero vacía su sustancia republicana. La rendición de cuentas, el
pluralismo y la deliberación pública se transforman en obstáculos para estos
presidentes, frente a un poder que se autodefine como misión nacional.
El caso de Evo Morales encaja con precisión en el tipo
ideal que O’Donnell describió. Desde su primera victoria electoral en 2005,
Morales se presentó como el líder destinado a “refundar” Bolivia, asumiendo que
el voto popular lo facultaba para hablar en nombre de toda la nación. En el
discurso oficial, el Estado se fusionó con el proceso de cambio y el mando
presidencial se erigió como su encarnación moral.
El supuesto “gobierno de los movimientos sociales” se
convirtió en la versión boliviana de la democracia delegativa. En teoría, las
organizaciones sindicales y campesinas serían los nuevos protagonistas de la
política; pero en la práctica, se transformaron en clientelas subordinadas al Poder
Ejecutivo. Los sindicatos, las federaciones y las comunidades indígenas que
apoyaban al Movimiento Al Socialismo (MAS) obtuvieron ministerios, embajadas,
cargos públicos y privilegios económicos, no por mérito institucional, sino
como premio al alineamiento político, con el objetivo de que Evo se quedé en el
poder indefinidamente y rompiendo con las normas democráticas mínimas.
La representación social y política se redujo a una forma
de prebendalismo: el voto se convirtió en una moneda de cambio y la lealtad
sindical, en garantía de ascenso burocrático. En palabras de O’Donnell, los
mecanismos de responsabilidad y rendición de cuentas horizontal —tribunales,
fiscalías, contralorías— fueron “cooptados o neutralizados”, para ser sustituidos
por redes informales de poder que operaban bajo la lógica de la recompensa,
extorsión, apropiación indebida de fondos públicos y mentiras convertidas en
propaganda oficial desde el poder.
Guillermo O’Donnell advirtió que las democracias
delegativas viven de la crisis y necesitan reavivarla constantemente para
justificar su autoridad. En Bolivia, el discurso del enemigo interno —“la
derecha”, “el imperio”, “los neoliberales”— fue el combustible permanente de un
poder que se legitimaba a través de la confrontación. Cada crítica
institucional era presentada como un intento de desestabilización.
En ese contexto, la alianza entre el Estado y los
movimientos sociales adquirió un carácter extorsivo y delincuencial. Quien no
apoyaba al líder era marginado de los beneficios estatales o estigmatizado como
“traidor al proceso de cambio”. Así, el gobierno se transformó en un sistema de
chantaje colectivo, donde la política se confundía con el reparto de rentas.
Como si el voto —en lugar de ser un mandato ciudadano limitado por la ley— se
convirtiera en un cheque en blanco para gobernar sin límites.
El resultado fue la erosión del Estado republicano. La
independencia judicial, el control legislativo y la transparencia administrativa,
se diluyeron bajo la hegemonía del partido gobernante. Los casos de corrupción
—desde el Fondo Indígena hasta el desfalco de Yacimientos Petrolíferos Fiscales
Bolivianos (YPFB), no fueron simples desviaciones, sino síntomas estructurales
del modelo delegativo que O’Donnell describió como un poder que se siente “por encima de las partes” y que confunde su
causa con los intereses de la nación.
El pensamiento de O’Donnell, lejos de ser una teoría
abstracta sobre el abuso de poder por los presidentes elegidos democráticamente,
ofrece una brújula crítica para comprender el derrumbe moral e institucional
del proyecto populista boliviano. Su diagnóstico sobre los líderes que
desprecian la deliberación, concentran poder y manipulan la crisis para
perpetuarse, se cumple con exactitud en la funesta experiencia del MAS.
La democracia delegativa, bajo el ropaje de un “gobierno
del pueblo”, termina siendo un autoritarismo de baja intensidad, sostenido por
la manipulación simbólica y el intercambio prebendal. Cuando el voto se
convierte en un instrumento de coerción y los movimientos sociales en “ministerios
de lealtad política”, la ciudadanía deja de ser un sujeto democrático y se
convierte en clientela. Todas las erróneas ideologías que justificaban estas
distorsiones autoritarias, como las falsas ideas sobre le “potencia plebeya”, o
libros carentes de sustento donde se afirmaba que los militantes decían que “el
MAS es nuestro” y no de un caudillo, simplemente ocultaban las actitudes de
captura clientelar y odio hacia las instituciones democráticas que, en el
fondo, debían desaparecer al ser desfalcadas por la “misión histórica” de
quienes detentaban el poder.
O’Donnell tenía toda la razón. La mayor amenaza para la
democracia latinoamericana, no proviene de un golpe militar, sino del uso
plebiscitario del poder, disfrazado de legitimidad popular. Bolivia, frente a
la quiebra del Estado corporativo y la corrupción institucionalizada, confirma
que las advertencias de O’Donnell, no fueron una teoría académica, sino más
bien una precaución moral y política frente al retorno del caudillismo bajo
nuevas máscaras. El voto soberano no le da derecho a ningún sindicato u
organización popular, a exigir un ministerio o cuotas de poder y, peor aún, el
voto tampoco le da al presidente, la legitimidad para disponer, arbitrariamente,
del Estado como si éste fuera un capricho hecho realidad.
Proteger la democracia boliviana exige desmontar las
lógicas del poder delegativo y recuperar la esencia republicana de todo
gobierno, que tiene que ser limitado por la ley. La experiencia del populismo indianista
bajo Evo Morales, mostró que la legitimidad electoral no basta para sostener
una democracia, sin los correspondientes controles institucionales,
transparencia y deliberación pública. El voto, por sí solo, no es un cheque en
blanco, sino que es una “delegación condicionada” que debe ser vigilada,
corregida y sometida a la rendición de cuentas en tres fases.
En la primera fase, la recuperación democrática implica
restablecer la autonomía de los poderes públicos. El Poder Legislativo y el Poder
Judicial, deben volver a ser espacios de fiscalización efectiva y no
extensiones del Ejecutivo. La independencia judicial no puede negociarse con
cuotas partidarias, ni tampoco con pactos de lealtad sindical y, por lo tanto,
debe garantizarse mediante un sistema de méritos y control institucional que
impida la captura política de cualquier tribunal.
En la segunda fase, es necesario reconstruir la
ciudadanía frente al clientelismo. Los movimientos sociales tienen derecho a la
representación, pero no a la apropiación del Estado. Su fuerza debe residir en
la deliberación democrática, no en el control prebendal del aparato público. La
democracia representativa sólo renacerá cuando la participación social deje de
medirse por la cercanía al poder y se traduzca en responsabilidad cívica,
rendición de cuentas y control del gasto público.
En la tercera fase, se requiere una ética republicana de
servicio público, orientada al bien común y no a la retribución política. El
Estado no puede ser botín, ni espacio de reparto entre los aliados que
controlan un gobierno democrático. La reconstrucción de la democracia pasa por
una pedagogía institucional que enseñe a las nuevas generaciones que la
autoridad se ejerce con límites, que el poder necesita contrapesos y que la
lealtad debe ser hacia la Constitución, jamás hacia un caudillo.
Finalmente, Bolivia necesita reinstaurar una cultura
política de la razón pública, en la
que se respete el disenso y debate. Como advirtió O’Donnell, las democracias
delegativas mueren lentamente, no por golpes de Estado, sino por la acumulación
de concesiones al autoritarismo. En consecuencia, se requiere restablecer el
respeto a las reglas, reconstruir la confianza en las instituciones y volver a
concebir la política como un espacio de deliberación y no de obediencia o
guerra. Solamente así, después de la distorsión populista, será posible
recuperar una democracia representativa que no se limite a contar votos, sino
que garantice libertades, equilibrios y futuro.
El brillante Guillermo O'Donnell


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